ORIGEN DEL MITO (SATANÁS)
La figura de Satanás o diablo en el concepto que hoy se le conoce, no es bajo ningún aspecto una enseñanza bíblica. Si bien ambos términos aparecen en nuestras Biblias, éstos nunca aluden a un personaje con las características del supuesto ángel caído que enseña la tradición religiosa. La creencia en un Satán corpóreo o de un dios del mal que habita en la oscuridad viene de tiempos inmemoriales, incluso desde mucho antes que Israel existiera como pueblo.
Dos de las primeras grandes civilizaciones en la historia de la humanidad que se tiene registro, fueron Egipto y Mesopotamia, fundadas aproximadamente entre los milenios quinto y cuarto a/C.
Gracias a importantes hallazgos arqueológicos se ha podido determinar cómo fue la vida y costumbres de estas primeras civilizaciones que poblaron la tierra, y, además, se ha podido constatar que muchas de las historias que contiene la Biblia se relacionan, increíblemente, con historias encontradas de estos antiquísimos pueblos; un ejemplo de ello es el diluvio universal, narrado en el libro de Génesis. Muchos autores coinciden en que la versión que se lee en el primer libro de la Biblia sobre una inundación global, se basaría directamente en textos de la literatura mesopotámica, conocidos como la historia de Uta-na-pistim[1], en el «Poema de Gilgamech», considerada como la narración escrita más antigua de la historia.[2]
En relación a lo que es nuestro tema en este momento, podría decir que la creencia en un dios de la oscuridad o del mal ya se concebía en el antiguo Egipto. Según la Enciclopedia (virtual) Mythica, los egipcios reconocían a una deidad representada en una serpiente gigante bajo el nombre de Apep o Apofis en griego. Según esta fuente, este monstruo habitaba en la oscuridad eterna y era el jefe de las fuerzas antagónicas de la máxima deidad egipcia Ra. Apep era la personificación del mal, la oscuridad y el caos. Finalmente fue muerto y exterminado por Ra[3].
Wikipedia[4], la enciclopedia libre, dice sobre Apep:
«Era una serpiente gigantesca, indestructible y poderosa, cuya función consistía en interrumpir el recorrido nocturno de la barca solar pilotada por Ra, para evitar que consiguiera alcanzar el nuevo día. Para ello empleaba varios métodos: atacaba la barca directamente o culebreaba para provocar bancos de arena donde el navío encallara. Todo ello tenía sólo una finalidad: romper la Maat, el «orden cósmico». Apofis representaba el mal, con el que había que luchar para contenerlo; sin embargo, nunca sería aniquilada, sólo era dañada o sometida, ya que de otro modo el ciclo solar no podría llevarse a cabo diariamente y el mundo perecería. Para los antiguos egipcios era necesario que existiese el concepto del mal para que el bien fuera posible»[5].
Una de las culturas importantes en la antigua Mesopotamia la constituyeron los sumerios. Éstos, al igual que los egipcios, tenían una religión politeísta, por lo que sus ciudades eran verdaderos templos consagrados a la multiplicidad de sus deidades. La religión sumeria también concebía la idea de un dios de la oscuridad; su nombre era Ereshkigal, la diosa del inframundo. Según la leyenda, Ereshkigal gobierna el inframundo junto a su consorte Nergal. Es hija de Anu y hermana de la diosa Ishtar, y era antaño una diosa celestial. Sin embargo, fue raptada por el dragón Kur y llevada al inframundo, donde pasó a ser su reina[6].
Aunque para nosotros hoy todas estas historias no pasan de ser simples leyendas míticas; sin embargo, para las culturas y sociedades de donde éstas provienen, ellas eran su religión, sus creencias de vida y, por lo tanto, son dignas de estudio e investigación, pues conociendo parte de sus costumbres y mitos podremos identificar, más fácilmente, el origen de muchas de las tradiciones dentro de nuestras religiones modernas.
Una de las civilizaciones, posterior a Sumer, más influyentes en todas las culturas y religiones, y aun hasta nuestros días, ha de ser indudablemente la babilónica. Babilonia es considerada una de las ciudades más antiguas e importantes del mundo mesopotámico. Su primera mención en la Biblia está en Génesis 10:10, bajo el nombre de Babel y relacionado con quién habría sido su fundador, Nimrod, nieto de Cam y bisnieto de Noé.
Alexander Hislop (1807-1865), ministro de la Iglesia libre de Escocia, famoso por su abierta crítica en contra de la Iglesia Católica romana, publicó en 1858, después de numerosas revisiones y ampliaciones, su más famosa obra literaria: «Las dos Babilonias»; libro en el que afirma que la Iglesia romana es una religión de misterio babilónica y pagana, y que solo los protestantes adoran al verdadero Jesús y al verdadero Dios. Según la teoría de Hislop, el origen de la veneración católico-romana a la Virgen María, se remontaría a la antigua Babilonia, a una mujer llamada Semíramis, quien habría originado el culto a la diosa-madre. Dicho culto, posteriormente, se ha-bría diseminado por el mundo y por la historia, tomando el nombre de Ishtar en Babilonia, Isis y Venus en Egipto y Hestia y Juno en Grecia y Roma. Respecto a Semiramis, Hislop afirma en su libro que ésta habría sido esposa de Nimrod (fundador de la antigua Babilonia), que fue una mujer extraordinariamente hermosa y que dio a luz, mediante una concepción seudo-virginal, a un hijo, al que llamó Tammuz.[7]
Los babilónicos heredaron gran parte de las costumbres y mitos de los sumerios y acadios, pueblos que, como Babilonia, poblaron la región de la Mesopotamia antigua. En realidad, cada pueblo que conquistaba a otro traía sus propias costumbres y creencias, las que luego se amalgamaban con las de su conquistado. De este modo se lograba que en lugar de extinguir una cultura o civilización ésta se enriqueciera o sencillamente evolucionara a una superior.
La religión babilónica concebía la idea de dioses de primer nivel, como también dioses de los mundos inferiores. Creían en ángeles y demonios, en el bien y el mal.
Otros pueblos o reinos que habitaron la región mesopotámica fueron los asirios, los hititas, los medos y persas, hasta llegar finalmente a la época greco-romana. En cada una de estas civilizaciones habían elementos en común. Entre otras cosas, la religión politeísta y la concepción del mal como una influencia externa que incitaba al hombre a pecar.
A medida que avancemos en el tema iré mostrando, si es que es necesario, cómo llegaron los judíos, en los días de Jesús, a concebir la idea sobre un diablo espíritu, quien actúa independiente de Dios y con el poder suficiente como para intervenir y hasta pretender estropear sus planes. En realidad mi máximo esfuerzo y desafío en este capítulo, más que mostrar documentación histórica, consiste en poder demostrar, tan solo con la Biblia, que Satanás no existe —no es real. Que de haber sido un personaje espiritual poderoso, Dios habría advertido a su pueblo en el pasado con respecto a él. Sin embargo, no encontramos en ninguna parte del Antiguo Testamento alguna recomendación a cuidarse de Satanás, la razón es muy simple —no había tal enemigo; los enemigos de Israel siempre fueron físicos.
Por experiencia personal comprendo perfectamente cuán difícil puede ser para alguien que ha escuchado durante toda su vida sobre la existencia de un personaje espiritual maligno llamado diablo, Lucifer o Satanás borrar de su mente, de la noche a la mañana, tal idea, y aceptar que todo lo que creía sobre este personaje no es real; que tanto el diablo como el infierno son términos que se han malinterpretado en su morfología desde un principio y, por ende, se transformaron, con el correr del tiempo, en simples mitos religiosos. Ahora bien, si en verdad Satanás no existe, seguramente usted querrá saber en qué nos basamos realmente para sostener algo cuya existencia, según la mayoría, es más que obvia en la Biblia. Lo más probable que me cite los dos primeros capítulos de Job, la tentación de Cristo y muchos de los versículos en que se alude a este personaje, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Sin embargo, permítame decirle algo con mucho respeto: Hasta aquí, usted solamente ha revisado estos pasajes bajo el lente de la religión tradicional en la que le ha tocado crecer o vivir, pero nunca los ha visto en su contexto original. Es mi intención en este estudio guiarle, o mejor dicho ayudarle a estudiar la Biblia, poniendo sentido y razonamiento en lo que lee; no forzando una interpretación preconcebida, sino dejando que la Biblia se interprete a sí misma.
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