REDENCIÓN EN SU SANGRE
¿Cómo nos salva la muerte de Jesús?
Este tema puede sorprender a quienes no se han dado cuenta de que aquí hay una interrogante que necesita una explicación bíblica. La muerte de Jesús es el hecho central del evangelio cristiano. Su juicio, crucifixión, sepultura y resurrección son descritas en forma mucho más detallada que el resto de su ministerio y los apóstoles posteriormente dan a estos eventos una importancia prioritaria. En 1 Corintios 2:2 el apóstol Pablo dice:
Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado.
Estamos tan acostumbrados a que se nos diga que Jesús salva, que la cruz salva, que la sangre de Jesús salva, que posiblemente nunca nos hemos detenido a preguntar: ¿cómo es que la muerte de un hombre en una cruz hace más de 1,900 años, aunque sea el mismo Hijo de Dios, puede ser de algún beneficio para uno o cualquier otra persona? La muerte de las personas no suele traer beneficios, a menos que se trate de un familiar acomodado que nos deja cierta cantidad de dinero. Aparte de eso, la muerte es normalmente algo triste y doloroso, si se trata de un ser querido o amigo, o algo que no nos afecta mucho, si se trata de una persona que desconocemos, por importante que sea.
El problema es aun más agudo por el hecho de que según la Biblia, el beneficio que trae la muerte de Jesucristo es la salvación misma. Entonces, ¿qué es la salvación y cómo puede la muerte de Jesús dárnosla? ¿Es para todo el mundo o sólo para algunos? Y si sólo para algunos, ¿quiénes?
Vamos a proceder por etapas:
La Biblia nos ofrece la salvación, pero ¿de qué cosa? Pues de la muerte, la destrucción eterna. Si nos ofrece vida eterna es porque normalmente la vida humana no es eterna, sino que tiene un término, un punto final: la muerte es real, el fin de la existencia. Después de pronunciar la sentencia de muerte sobre Adán, Dios le explica en qué consiste la muerte:
Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás. (Génesis 3:19)
Estas son palabras fatídicas, una sentencia inapelable, aparentemente sin recurso.
Pero, ¿por qué existe la muerte? ¿Por qué tenemos que morir? Pues, por causa del pecado que radica en cada uno de nosotros. El pecado es el problema esencial; de hecho es el principal problema humano, y mora en el propio corazón de cada uno de nosotros. Sencillamente, los seres humanos somos pecadores por naturaleza, es decir, tendemos a concebir y realizar acciones que no se conforman con la voluntad de Dios. El profeta Jeremías, contemplando la maldad que hacía el pueblo de Israel, comentaba tristemente:
Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso. ¿Quién lo conocerá? (Jeremías 17:9)
El resultado general de la transgresión de Adán para la humanidad se describe en Génesis 6:5:
Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.
Notemos la extrema claridad e insistencia con las que este pasaje describe el estado fundamentalmente perverso de cada corazón humano.
¿Hay alguna salida? Si creyéramos que no hay, no estaríamos interesados en las cosas de Dios. De hecho éste no dejó al ser humano en un estado de total desesperanza, porque desde los primeros libros de la Biblia se vislumbra una posible solución, el perdón de pecados. En cierta ocasión Moisés le pidió a Jehová que le mostrara su gloria. No sabemos qué tipo de respuesta esperaba Moisés, pero la que Jehová le dio merece que la estudiemos profunda y pensativamente:
Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación. Entonces Moisés, apresurándose, bajó la cabeza hacia el suelo y adoró. Y dijo: Si ahora, Señor, he hallado gracia en tus ojos, vaya ahora el Señor en medio de nosotros; porque es un pueblo de dura cerviz; y perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos por tu heredad. (Éxodo 34:6-9)
La palabra clave de este pasaje es el verbo perdonar. El Creador afirma que está muy dispuesto a bendecir a los humanos perdonándoles sus ofensas. Pero, ¿quiénes exactamente serán favorecidos con la mayor de todas las bendiciones, el perdón de sus pecados? El Dios de la Biblia es apartado del mal; no puede tolerar la desobediencia. No puede perdonar a todo el mundo indiscriminadamente porque sería violar sus propias normas de santidad, dejando sin efecto la sentencia de muerte que pronunció sobre Adán y sus descendientes. De hecho, la sentencia de ninguna manera ha sido anulada, puesto que la mayoría de seres humanos se encamina hacia una muerte eterna por ignorancia, indiferencia o rebeldía.
Pero si Dios no puede perdonar a todos, entonces ¿a quiénes? ¿A los que tienen fe en él? Sí, pero aun eso no es suficiente; la fe bíblica no es una fe ciega, ingenua o ignorante. Busquemos nuevamente a Jeremías y fijémonos en la idea principal del siguiente pasaje:
No hay hombre que se arrepienta de su mal, diciendo: ¿Qué he hecho? (Jeremías 8:6)
Sin arrepentimiento no puede haber perdón. El gran llamado de los profetas para sus hermanos judíos es que se arrepientan a fin de que se salven. Por ejemplo, veamos Jeremías 3:12,14:
Vuélvete, oh rebelde Israel; convertíos, hijos rebeldes.
En el Antiguo Testamento el concepto del arrepentimiento frecuentemente se expresa por medio del verbo hebreo shuv, traducido "volverse" o "convertirse." El profeta Jeremías en particular utiliza estos términos una y otra vez. La idea fundamental es la de volver la espalda al pecado y la cara a Dios para buscarlo y obedecerlo. El perdón divino se concede sólo a los que se arrepienten.
Con frecuencia encontramos el mismo principio en las páginas del Nuevo Testamento. Por ejemplo,
Bautizaba Juan en el desierto, y predicaba el bautismo de arrepentimiento para perdón de pecados. (Marcos 1:4)
Aquí volvemos a encontrar las dos ideas claves que vimos anteriormente y que están estrechamente asociadas en la Biblia: el arrepentimiento y el perdón. De hecho, también encontramos una tercera que se trata en forma más específica en otros estudios: el bautismo. El bautismo que se introduce en el Nuevo Testamento es el medio por el cual el nuevo creyente expresa a su Creador, su Salvador y a sus semejantes su decisión de arrepentirse y caminar en las pisadas de Jesús.
Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio. (Marcos 1:14-15)
Notemos que según este pasaje, el Señor Jesucristo mismo predicaba el arrepentimiento como requisito indispensable para recibir los beneficios del evangelio, principalmente el perdón de pecados. Esta exigencia se aplica tanto a judíos como a gentiles. En lo que se refiere a los primeros, en su discurso ante los miembros del concilio en Hechos el apóstol Pedro se refiere a la obra Jesús en los siguientes términos:
A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. (Hechos 5:31)
Y en cuanto a los gentiles, cuando los apóstoles que estaban en Jerusalén supieron de la conversión de Cornelio, se nos dice que:
Entonces, oídas estas cosas, callaron, y glorificaron a Dios, diciendo: ¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida! (Hechos 11:18)
Entonces en términos generales en ambos testamentos, la salvación estriba en el perdón de pecados, concedido solamente a las personas que se arrepienten de sus faltas y se entregan de lleno a no repetirlas. Este principio abarca la salvación que viene por medio de la muerte del Señor Jesucristo. Ahora veremos la confirmación.
Busquemos Efesios 1:7. Hablando del Señor Jesucristo, Pablo afirma:
. . . en quien [Jesús] tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia . . .
Efectivamente el apóstol reafirma que la redención que se consigue por medio de la sangre (es decir, la muerte) de Jesús estriba en el perdón de pecados, y repite esta enseñanza en Colosenses 1:14. Pero ¿cómo es que la muerte de un hombre hace más de 1,900 años nos puede ayudar a obtener el perdón de pecados? Investiguémoslo bíblicamente.
Primero leamos Gálatas 2:20:
Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.
Aquí encontramos una afirmación sorprendente. El apóstol escribe como si hubiera sido clavado a la cruz a la par de Jesús y compartido su suerte. Estamos comenzando a llegar al grano del asunto, y a comprender el llamado que Jesús hizo a sus discípulos cuando les dijo:
Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. (Lucas 9:23)
Jesús repite la misma idea más adelante en su ministerio:
El que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo. (Lucas 14:27)
Ahora, la única razón para tomar una cruz es para ser crucificado en ella. Jesús está diciendo que aquellos que verdaderamente desean seguirlo, de alguna manera tienen que sacrificarse muriendo con él. El apóstol Pablo aclara de qué tipo de sacrificio se trata en el siguiente pasaje:
Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta. (Romanos 12:1-2)
La transformación que todo creyente verdadero tiene que entregarse a efectuar es la de su carácter, es decir, su conducta. Para lograrlo tiene que renovar su mentalidad, poniendo a muerte sus egoístas instintos naturales y las corruptas prácticas del mundo, entregándose de lleno a hacer sólo la voluntad de Dios, la cual se manifiesta en los mandamientos divinos y en la enseñanza y ejemplo de su Hijo Jesús. Esto es lo que el Señor y el apóstol quieren decir cuando instan a los discípulos a que se crucifiquen con Jesús. Es un requisito fundamental para que Dios nos reconozca como fieles y obedientes siervos suyos y nos bendiga con el perdón de pecados y la esperanza de vida eterna.
Ahora meditemos en las siguientes palabras de Pablo:
En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos. Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados . . . (Colosenses 2:11-13)
No vamos a analizar todos los detalles de este pasaje, pero fijémonos primeramente en la afirmación sepultados con él en el bautismo. Pablo está escribiendo a creyentes bautizados, y cuando les dice que han sido sepultados con Cristo en el bautismo, obviamente es porque también fueron crucificados con él; no literalmente, por supuesto, pero sí en forma simbólica. El resultado de esta participación personal en la muerte de Cristo se expresa en las palabras al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal. Esta es una forma de decir que el que se ha bautizado se ha comprometido a suprimir su propia voluntad, producto de sus propios deseos egoístas, para obedecer en su lugar solamente la voluntad de Dios. Este compromiso equivale efectivamente al arrepentimiento, la base del perdón de pecados que el apóstol menciona a continuación en el mismo pasaje, diciendo: os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados.
En el pasaje siguiente Pablo desarrolla de manera más completa y explícita la idea de que el creyente es una persona que ha muerto con Jesús:
¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. (Romanos 6:3-6)
Lo que el apóstol está enfatizando con mucha claridad es que el verdadero creyente cristiano es una persona que está consciente de haber sido crucificada y sepultada con su Señor, y por eso ha recibido la salvación en la forma del perdón de pecados. El crucificarse con Cristo es una manera de describir el profundo arrepentimiento que nos califica para recibir el perdón divino. Jesús era un ser humano como nosotros, tentado de la misma manera en que nosotros lo somos. Estaba altamente consciente de que el pecado moraba en su corazón y sabía que tenía que estar alerta las 24 horas del día para no caer en la desobediencia. Es esencial que reconozcamos esta verdad acerca del Señor Jesucristo. El no cometió pecado, pero el pecado moraba en su carne en el sentido de que compartía con nosotros la tendencia innata del corazón humano de desobedecer a Dios. Si no fuera por esta realidad, Jesús no habría sido realmente tentado al igual que nosotros, y no le habría costado trabajo obedecer a su Padre. Pero Lucas 24:44 nos dice que en el huerto de Getsemaní el deseo de no entregarse a ser crucificado, es decir, de rebelarse contra la voluntad de su Padre, era tan fuerte que el sudor caía de su rostro como grandes gotas de sangre. Los siguientes pasajes confirman que Jesús fue tentado al igual que sus semejantes, es decir, en la misma forma en que nosotros lo somos:
Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados. (Hebreos 2:18)
Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. (Hebreos 4:15)
Entonces la tendencia a la desobediencia, es decir, al pecado, moraba en el Señor Jesucristo durante su ministerio mortal, pero cuando él se entregó a ser crucificado, poniendo a muerte su carne, esa tendencia fue definitivamente eliminada. Destruyó al pecado en sí mismo, y su cuerpo quedó colgado en la cruz a la vista pública como una forma de decir, "Esto es lo que vale la pecaminosa carne humana; sólo merece ser destruida; sólo merece la muerte." Esto es lo que apóstol quiere decirnos en Romanos 8:3 cuando afirma:
Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne.
Jesús destruyó literalmente la pecaminosidad en su carne cuando se entregó a ser crucificado. Cuando el creyente se crucifica en sentido figurado con Cristo, reconoce que es pecaminoso por naturaleza y que por eso merece la muerte, y se compromete a suprimir la pecaminosidad que está dentro de sí, así como Cristo literalmente lo hizo al morir en la cruz. En términos literales, morir con Jesús significa resistir la tentación al mal y hacer solamente la voluntad de Dios. Esto es lo Pablo explica en los siguientes pasajes:
Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia. (Romanos 6:11-14)
Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. (Gálatas 5:24)
Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría; cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia, en las cuales vosotros también anduvisteis en otro tiempo cuando vivíais en ellas. Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca. (Colosenses 3:5-8)
De esta manera, vemos que el creyente desempeña un papel activo en su propia redención; la salvación bíblica no es un proceso misterioso, sino coherente y comprensible. También requiere nuestro entendimiento, anuencia y participación activa; este es el sacrificio vivo que Pablo nos manda que ofrezcamos en Romanos 12:1, citado anteriormente. Obviamente, esto es difícil de realizar en la práctica, pero a la persona que se entrega de lleno a esta tarea Dios se lo reconoce como la más profunda expresión de arrepentimiento y le concede el perdón de pecados. Esta es la esencia del evangelio.
Así que, según la enseñanza de la Biblia la muerte de Jesús no es un misterio ni un acto de magia. Tampoco es que Cristo haya muerto en nuestro lugar para pagar el precio de nuestros pecados o apaciguar la ira de Dios. La realidad es que con su muerte, Jesús se convirtió en un ejemplo que tenemos que imitar. La muerte de Cristo nos salva solamente si nosotros la tomamos como modelo, muriendo con él. En respuesta a esta expresión de nuestro arrepentimiento Dios promete perdonar nuestros pecados. El momento en que el creyente proclama que se ha comprometido a morir simbólicamente con Jesús es el momento de su bautismo por inmersión en agua.
En los siguientes salmos, el rey David describe poderosamente la dicha del perdón:
Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño. (Salmos 32:1-2)
Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve. Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido. Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. (Salmos 51:1-2, 7-10)
De igual manera esforcémonos todos para recibir esta misma misericordia de Dios, haciendo con esmero todo lo que nos pide, para que nos conceda en nombre de Jesús el perdón de pecados y la vida eterna que recibirán todos los santos cuando el Mesías venga para establecer su reino en esta tierra.
James Hunter
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