Es Erronea la Creencia Popular sobre el Cielo y el Infierno


Esto se desprende como conclusión de lo ya expresado. Si los muertos están realmente muertos, en el sentido absoluto expuesto en este capítulo, naturalmente no pueden haber ido a ningún estado de recompensa o castigo, porque no están vivos para poder ir.


Bien podríamos dejar el asunto hasta aquí, como una conclusión inevitable de las premisas establecidas; pero su importancia justifica que continuemos con el tema. La creencia que estamos tratando no sólo es errónea al suponer que los muertos van a lugares tales como el popular cielo o infierno, inmediatamente después de la muerte, sino también al creer que en alguna ocasión vayan allí.


De acuerdo con la enseñanza religiosa actual, el lugar de la recompensa final es una región que se halla más allá de las estrellas, en el punto más remoto del universo de Dios, «allende los dominios del tiempo y el espacio.» Las ideas que se presentan referente a la naturaleza de este lugar son muy vagas. Toman su forma de conceptos terrenales. De ahí que se habla de «las llanuras de los cielos.» En estas «llanuras,» por lo general, se representa a los habitantes cantando un perpetuo himno de alabanza. Se supone que su número está constantemente aumentando con integrantes llegados de la tierra «acá abajo.» Un hombre muere y, según la idea tradicional, su alma liberada vuela con inconcebible rapidez a los dominios de lo alto, donde queda instalada sin peligro, en tanto sus amigos en la tierra se consuelan con la idea de que los muertos «no están perdidos, sino que se han ido antes que nosotros.» Los amigos consideran que ellos están mejor en aquella «feliz región, allá lejos» que lo que fueron en este valle de lágrimas.


Sin duda, si fuese cierto que se fueron a una tierra feliz, la sola idea de tal estado sería consoladora. Sea cierto o no, deberá parecer a toda mente reflexiva como un elemento extremadamente discordante el que los justos, después de disfrutar de años de felicidad celestial, tengan que dejar el lugar de su arrobamiento al llegar el día del juicio, descender a la tierra, y volver a entrar en sus cuerpos para ser procesados ante el tribunal eterno. ¿Para qué se llevará a cabo este juicio «según sus obras»? Parece natural suponer que la admisión al cielo la primera vez es prueba de la idoneidad y aceptación de los que fueron admitidos. ¿Por qué, entonces, el juicio posterior? En tal caso un juicio parece una burla. La misma observación se aplica a aquellos que se supone han ido al lugar de miseria.


¿Cuál es la solución para esta perturbadora incongruencia? Se puede hallar en el reconocimiento de que toda la idea de ir al cielo de la religión popular carece de fundamento. Esta ida al cielo es una especulación totalmente gratuita. No hay ni una sola promesa en la totalidad de las Escrituras que justifique tal esperanza. Sin duda hay frases que, para una mente previamente indoctrinada con tal idea, parecen favorecerla; por ejemplo, las usadas por Pedro: «para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros» (1 Pedro 1:4), de lo cual también tenemos una ilustración en las palabras de Cristo: «Porque vuestro galardón es grande en los cielos» (Mateo 5:12); y sobre todo en su exhortación: «Haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan» (Mateo 6:20).


Pero el apoyo que estas frases aparentemente proporcionan a la idea popular, desaparece totalmente cuando nos damos cuenta de que expresan un solo aspecto de la esperanza cristiana, su aspecto actual. La salvación de Dios no está ahora sobre la tierra; en verdad, todavía no es un hecho cumplido en ninguna parte, excepto en la persona de Cristo. Tan sólo existe en la mente divina como un propósito, y en detalle, ese propósito está especialmente relacionado con aquellos a los cuales Jehová, en su divina presciencia, considera como salvos, de quienes se dice que están «escritos en el libro,» esto es, inscritos en el «libro de memoria delante de él» (Malaquías 3:16). Por lo tanto el único lugar de recompensa, en la actualidad, está en el cielo, adonde el ojo instintivamente se dirige como la fuente de su manifestación. Este es especialmente el caso cuando se toma en cuenta que Jesús, la promesa de esta recompensa y su germen mismo, está en el cielo. Estando él allí, el cual es nuestra vida, la herencia incontaminada está actualmente allí; porque existe en él en propósito, en garantía y en germen. En la actualidad nuestra salvación no tiene ninguna clase de existencia en ninguna otra parte, sino que está en el cielo en reserva, «reservada en los cielos» como lo expresa Pedro. Cuando algo está reservado implica que cuando se necesite se sacará a luz. Y así es como Pedro habla en el mismo capítulo. El dice que la salvación que está reservada en los cielos es una «gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado» (1 Pedro 1:13). En capítulos posteriores veremos que no se confiere sobre ninguno sino «cuando Jesucristo sea manifestado,» de quien se dice que «su recompensa viene con él» (Isaías 40:10; Apocalipsis 22:12).


Las frases mencionadas indican de manera general que la salvación procede del Señor; y como el Señor está en el cielo, procede del cielo; y como la salvación aún no se manifiesta, se puede decir correctamente que en la actualidad está en el cielo. Pero, sobre la pregunta específica de si los hombres van o no al cielo, la evidencia bíblica muestra terminantemente que a ningún hijo de la raza de Adán se le ofrece entrada a los santos e inaccesibles dominios donde mora Dios. Dios «habita en luz inaccesible» (1 Timoteo 6:16). Cristo declara enfáticamente: «Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo» (Juan 3:13).


En conformidad con esta declaración, no tenemos registro en las Escrituras de ninguno que haya entrado en el cielo. Elías fue quitado de la tierra; lo mismo se le ocurrió a Enoc, pero la declaración de Cristo nos prohíbe suponer que fueron llevados a «los cielos de los cielos,» los cuales son de Jehová (Salmos 115:16). La declaración de que fueron «al cielo» no implica necesariamente que fueron a la morada del Altísimo. La palabra «cielo» se usa en sentido general para designar el firmamento que está arriba de nosotros, que sabemos es una ancha expansión, mientras que «los cielos de los cielos» se refiere a la región habitada por Dios. Si se preguntase, «¿dónde está ese lugar?,» la respuesta sería: nadie lo sabe; porque no hay ningún testimonio sobre el tema, aparte del de Cristo, que demuestra que ellos no fueron al cielo referido por él.


Y en especial es cierto que no hay evidencia en las Escrituras de ningún muerto que haya ido al cielo. El texto bíblico expresa todo lo contrario: que los muertos están en sus sepulcros, sin saber nada, sin sentir nada, esperando aquel llamado que los sacará del olvido por medio de la resurrección. De David se afirma específicamente que no se trasladó al cielo, lo que en los sermones fúnebres se afirma de toda alma justa. Y recuérdese que David era un hombre conforme al corazón de Dios, y en consecuencia seguramente habría sido recibido en el cielo al morir, si tal creencia fuese cierta. Pedro dice: «Varones hermanos, se os puede decir libremente del patriarca David que murió y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy…Porque David no subió a los cielos» (Hechos 2:29,34)


Esto es suficientemente claro. Pero si Ud. dice que Pedro está hablando del cuerpo de David, entonces eso demuestra que Pedro reconocía que el cuerpo de David era David mismo, y la vida que salió de él era la propiedad de Dios, la cual volvía a su Dueño. También Pablo habla de la «grande nube de testigos» que han fallecido, los fieles santos de la antigüedad, de quienes se supone que están delante del trono de Dios, heredando las promesas. Y nos dice:


«Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros.» (Hebreos 11:39,40)


Consultemos ahora en las Escrituras aquellos casos en los cuales se ofrece consuelo con respecto a los muertos. Ud. conoce las doctrinas en las cuales los maestros religiosos de hoy en día hacen hincapié con tan peculiar urgencia, cuando tienen que disertar sobre los que han muerto, tal como en los sermones fúnebres, con el objeto de «aprovechar la ocasión.» Encontrará un gran contraste entre éstos y los casos bíblicos de consuelo referentes a los muertos. Cuando Marta le dijo a Jesús que Lázaro estaba muerto, él no respondió que Lázaro estaba mejor donde ahora estaba. El dijo: «Tu hermano resucitará» (Juan 11:23).


Cuando la muerte se había llevado a algunos de los creyentes tesalonicenses, los sobrevivientes, que evidentemente habían contado con vivir hasta la venida del Señor, quedaron muy entristecidos. En tal circunstancia, Pablo escribe escribió para consolarlos. Si un maestro de hoy en día hubiese tenido la obligación de decir unas palabras, ¿qué es lo que habría expresado? «Deben regocijarse, amigos míos, por los que han muerto, porque se han marchado a la gloria. Están libres de las aflicciones y penurias de esta vida, y han avanzado a una bienaventuranza que nunca podrían experimentar en este valle de lágrimas. Uds. demuestran egoísmo al lamentarse; más bien debieran estar contentos de que ellos hayan alcanzado el cielo de eterno descanso.»


Pero, ¿qué dice Pablo? ¿Les dice que sus amigos están felices en el cielo? Esto era la ocasión para decirlo si fuese cierto; pero no, sus palabras son:


«Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron con él. Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor, que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras.» (1 Tesalonicenses 4:13-18).


La segunda venida de Cristo y la resurrección son los acontecimientos a los cuales Pablo les indica que dirijan su mente en busca de consuelo. Si fuese cierto que los justos van a su recompensa inmediatamente después de morir, ciertamente Pablo habría ofrecido tal consuelo en vez de referirse al remoto y (según la opinión tradicional) comparativamente poco atractivo acontecimiento de la resurrección. El que no lo haya hecho, es prueba circunstancial de que no es cierto.


La tierra que habitamos es el escenario en el cual se manifestará la gran salvación de Jehová. Aquí, después de la resurrección, se conferirá la recompensa y se disfrutará de ella. No hay ninguna verdad más claramente establecida que esta mediante el lenguaje específico del testimonio bíblico. El Antiguo y el Nuevo Testamento concuerdan. Salomón declara: «Ciertamente el justo será recompensado en la tierra» (Proverbios 11:31).


Cristo dice:


«Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.» (Mateo 5:5)


En Salmos 37:9-11, el Espíritu hablando a través de David, dice:


«Porque los malignos serán destruidos, pero los que esperan en Jehová, ellos heredarán la tierra. Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí. Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz.»


Se puede sacar alguna confirmación de la siguiente promesa a Cristo, de la cual su pueblo es coheredero con él:


«Te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra.» (Salmos 2:8)


Al celebrar la cercana posesión de esta gran herencia, se representa a los redimidos cantando lo siguiente:


«Tu fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra.» (Apocalipsis 5:9,10)


Y el fin de la actual dispensación se anuncia con estas palabras:


«Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos.» (Apocalipsis 11:15)


Finalmente, el ángel del Dios Altísimo, al anunciar al profeta la misma consumación de cosas, dice:


«…y que el reino, y el dominio y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo, sea dado al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los dominios le servirán y obedecerán.» (Daniel 7:27)


Sin profundizar en el tema específico de estos pasajes de la Escritura, el reino de Dios, el cual será considerado más adelante, es suficiente señalar que los textos citados claramente demuestran que es sobre la tierra donde hemos de esperar el cumplimiento de aquel programa divino de acontecimientos, tan claramente revelado en las Escrituras de verdad, que dará como resultado «gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres.»


El Destino de los Inicuos

Si buscamos información sobre esta cuestión en los sistemas religiosos, se nos hablará de un insondable abismo de fuego, lleno de espíritus malignos de forma horrible, en el cual están reservados los más refinados tormentos para aquellos que disgustaron a Dios mientras se hallaban en su estado mortal. En el primer plano de este espeluznante cuadro, veremos maldicientes demonios burlándose de los condenados: hombres y mujeres retorciéndose las manos en eterna desesperación; y un fustigante océano de tinieblas, fuego y horrible confusión expandiéndose por todos lados y bajando hasta la más grande profundidad. ¡Se nos dirá que Dios, en sus eternos consejos de sabiduría y misericordia, ha decretado este espantoso triunfo de la maldad!


¿Lo creemos? Hay ciertas verdades elementales, que por una lógica casi intuitiva, excluyen la posibilidad de que esto sea cierto. Si Dios es el Ser misericordioso de orden, justicia y armonía que enseñan las Escrituras, ¿cómo es posible que, con toda su presciencia y omnipotencia, permita que las nueve décimas de la raza humana lleguen a existir sin tener otro destino que el de la tortura?


En vez de creer semejante doctrina, muchos hombres rechazan la Biblia del todo, y aun eliminan a Dios de entre sus creencias, buscando refugio en las tranquilas pero tristes doctrinas del racionalismo. Muchos son impulsados a esto al no saber, desafortunadamente, que la Biblia no es responsable de tal doctrina. Es una ficción pagana. Debiera saberse, para el consuelo de todos los que han quedado perplejos ante tan terrible dogma, y que sin embargo han vacilado en renunciar a él, por temor de verse también obligados a dejar de lado la Palabra de Dios, que semejante doctrina es completamente contraria a las Escrituras y angustiosamente espantosa.


Toda la enseñanza de la Biblia con respecto al destino de los inicuos está resumido en tres palabras en Salmos 37:20: «Los impíos perecerán.» Pablo explica esto en Romanos 6:23: «La paga del pecado es muerte.» La muerte, la extinción de la existencia, es el resultado predeterminado de una vida pecaminosa. «El que siembra para su carne, de la carne segará corrupción» (Gálatas 6:8). Que segar corrupción es equivalente a la muerte, es evidente por Romanos 8:13: «Si vivís conforme a la carne, moriréis.» La corrupción produce la muerte, de modo que la una es equivalente a la otra.


Tanto los justos como los inicuos mueren; por lo tanto, se argumenta que debe haber alguna otra muerte aparte de la muerte física. La respuesta es que la muerte que todos los hombres experimentan no es una muerte judicial; no es la muerte final que sufrirán aquellos que sean responsables ante el juicio. La muerte ordinaria sólo pone fin a la vida mortal de un hombre. Habrá una segunda muerte, final y destructiva. Cuando aparezca Cristo, los injustos se habrán de presentar para el proceso judicial y su sentencia de que, después de recibir el castigo que merezcan, serán destruidos en muerte, por segunda vez, por medio de una agencia violenta y divinamente gobernada. A esto se refiere Jesús cuando dice: «Todo el que [en la vida actual] quiera salvar su vida, la perderá [en la resurrección, en la segunda muerte]; y todo el que pierda su vida por cause de mí y del evangelio, la salvará» (Marcos 8:35). Toda la enseñanza de la Escritura está en armonía con este tema.


Leemos en Malaquías 4:1:


«Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama.»


También en 2 Tesalonicenses 1:9:


«…los cuales sufrirán la pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder.»


El Espíritu de Dios, hablando por medio de Salomón en los Proverbios, usa el siguiente lenguaje:


«Como pasa el torbellino, así el malo no permanece; mas el justo permanece para siempre.» (Proverbios 10:25)


Y además en Proverbios 2:22:


«Mas los impíos serán cortados de la tierra, y los prevaricadores serán de ella desarraigados.»


David emplea la siguiente figura para el mismo propósito:


«Mas los impíos perecerán, y los enemigos de Jehová como la grasa de los carneros serán consumidos; se disiparán como el humo.» (Salmos 37:20)


Y leemos en Salmos 49:6,11-14,16-20:


«Los que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan…Su íntimo pensamiento es que sus casas serán eternas, y sus habitaciones para generación y generación; dan sus nombres a sus tierras. Mas el hombre no permanecerá en honra; es semejante a las bestias que perecen. Este su camino es locura; con todo, sus descendientes se complacen en el dicho de ellos. Como a rebaños que son conducidos al Seol, la muerte los pastoreará, y los rectos se enseñorearán de ellos por la mañana; se consumirá su buen parecer, y el Seol será su morada…No temas cuando se enriquece alguno, cuando aumenta la gloria de su casa; porque cuando muera no llevará nada, ni descenderá tras él su gloria. Aunque mientras viva, llame dichosa a su alma, y sea loado cuando prospere, entrará en la generación de sus padres, y nunca más verá la luz. El hombre que está en honra y no entiende, semejante es a las bestias que perecen.»


De su estado final leemos en Isaías 26:14:


«Muertos son, no vivirán; han fallecido, no resucitarán; porque los castigaste, y destruiste, y deshiciste todo su recuerdo.»


La enseñanza de estos pasajes se explica por sí sola; está expresada con una claridad de lenguaje que no deja lugar a mayor comentario. Es la doctrina expresada por Salomón cuando dice: «El nombre de los impíos se pudrirá» (Proverbios 10:7). Los inicuos, que son una ofensa para Dios y una aflicción para ellos mismos, y de ninguna utilidad para nadie, finalmente serán consignados al olvido, donde su nombre mismo desaparecerá. No escapan al castigo, pero de este y de aquellos pasajes que parecen favorecer la doctrina popular, trataremos en el próximo capítulo.


El Infierno

[Nota del traductor: El siguiente análisis del concepto bíblico del infierno está basado en la versión tradicional de la Biblia inglesa, la del rey Jaime, también llamada la Versión Autorizada de 1611. En esta versión, tanto la palabra hebrea sheol, en el Antiguo Testamento, como la palabra griega hades, en el Nuevo, son frecuentemente representadas por el equivalente inglés de la palabra española «infierno.» En la versión Reina-Valera de 1960, esta traducción ha desaparecido, y las palabras originales arriba mencionadas son casi siempre vertidas «Seol» y Hades,» respectivamente. Sin embargo, se estima que el análisis que sigue puede ser de mucha utilidad para el lector de la Biblia castellana, ayudándolo a entender qué representan las palabras «Seol» y «Hades» que aparecen en la Biblia castellana moderna.]


Tal vez al lector le parezca que la palabra «infierno,» según se emplea en la Biblia, presenta un obstáculo para las opiniones adelantadas en este capítulo. Si la palabra hebrea o griega original encerrara la idea que para la mente popular representa la forma castellana, la creencia popular sería demostrable, porque la palabra aparece con bastante frecuencia en la Biblia, y se usa en relación con el destino de los inicuos. Pero las palabras originales no encierran la idea que popularmente se asocia con el término «infierno.» No tienen afinidad con el uso moderno que se les da. No se requiere que uno sea un erudito para entender esto. Un debido conocimiento de la Biblia proporcionará convicción sobre este tema, aunque la convicción indudablemente se refuerza con un conocimiento del griego o hebreo original. Por ejemplo, ¿qué puede decir el creyente tradicionalista de lo siguiente?:


«Y [Mesec y Tubal y toda su multitud] no yacerán con los fuertes de los incircuncisos que cayeron, los cuales descendieron al Seol [infierno] con sus armas de guerra, y sus espadas puestas debajo de sus cabezas.» (Ezequiel 32:27)


¿Es acaso necesario preguntar si las almas inmortales de los hombres llevan consigo espadas y revólveres cuando descienden al infierno? Esto podrá parecer irreverente, pero muestra la naturaleza de este pasaje. El infierno de la Biblia es un lugar al cual los aparejos militares pueden acompañar a su dueño. La naturaleza y localidad de este infierno puede conocerse por una declaración que se halla sólo cuatro versículos antes del pasaje recién citado: «Allí está Asiria con toda su multitud; en derredor de él están sus sepulcros; todos ellos cayeron muertos a espada. Sus sepulcros fueron puestos a los lados de la fosa, y su gente está por los alrededores de su sepulcro» (Ezequiel 32:22,23). Las referencias señalan el modo oriental de sepulcro, en el cual se usaba una fosa o cueva como entierro: los cuerpos de los muertos se depositaban en nichos labrados en el muro. Como signo de honor militar, los soldados eran enterrados con sus armas, y sus espadas eran puestas debajo de sus cabezas. Descendían al Seol [infierno] con sus armas de guerra.


Se verá que el Seol, o el infierno, es el sepulcro. Esto es obvio, por lo menos en lo que al Antiguo Testamento se refiere. La palabra original es sheol, que no significa más que un lugar oculto o cubierto. Por lo tanto, es una designación apropiada para el sepulcro, en el cual un hombre queda oculto para siempre de la vista. Todo uso de la palabra Seol [infierno] en el Antiguo Testamento, caerá dentro de esta explicación general. Con respecto al Nuevo Testamento, existe la misma sencillez y ausencia de dificultad. Por supuesto, la palabra original es diferente, ya que es griega en vez de hebrea; en griego en casi todos los casos es hades. Que hades es el equivalente griego del sheol hebreo, queda demostrado porque se le emplea como un equivalente de ella en la traducción griega de las Escrituras hebreas llamada la Septuaginta o versión de los setenta; y también en el uso que le dan los escritores del Nuevo Testamento cuando citan versículos del Antiguo, donde aparece la palabra hebrea sheol. Por ejemplo, en la profecía de David acerca de la resurrección de Cristo, citada por Pedro el día de Pentecostés, la palabra en hebreo es Seol y en griego es Hades. Compare Salmos 16:10 «Porque no dejarás mi alma en el Seol» con Hechos 2:27 «Porque no dejarás mi alma en el Hades.» En este caso las palabras Seol y Hades simplemente significan el sepulcro, en vista de lo cual entendemos la idea principal del argumento de Pedro. Entendido como el infierno popular, no viene al caso en absoluto; porque la resurrección del cuerpo no tiene ninguna relación con la liberación de una supuesta alma inmortal del abismo de la superstición popular. Una consideración similar surge en 1 Corintios 15:55: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro [griego hades], tu victoria?» Esta es la exclamación de los justos en referencia a la resurrección, como cualquiera puede ver al examinar el contexto. Nuestros traductores, percibiendo esto, han vertido la palabra griega hades como «sepulcro.»


Gehena

Hay otra palabra traducida como «infierno» en la Biblia Reina-Valera de 1960, que no se refiere al sepulcro, pero que tampoco apoya la creencia tradicional. Esta palabra es gehena. Aparece en los siguientes pasajes: Mateo 5:22,29,30; Mateo 10:28; Mateo 18:9; Mateo 23:15,33; Marcos 9:43,45,47; Lucas 12:5; Santiago 3:6. En realidad, la palabra no se debió traducir. Es un nombre propio, y como todos los otros nombres propios, sólo se debió trasliterar. Es un compuesto griego que significa «el valle de Hinom.» Calmet, en su Diccionario Bíblico, la define del siguiente modo:


GEHENA o valle de Hinom (ver Josué 15:8; 2 Reyes 23:10), un valle contiguo a Jerusalén, a través del cual pasaban los límites sureños de la tribu de Benjamín.


En tiempos antiguos el valle se usaba para la adoración del dios pagano Moloc, al cual Israel, lamentablemente mal guiado, ofrecía sus hijos en holocausto. Josías, en su celo contra la idolatría, dejó el valle a merced de la contaminación y lo designó como repositorio de la mugre de la ciudad. Se convirtió en el receptáculo de la basura en general, y recibía los cadáveres de hombres y bestias. Para consumir la basura e impedir la pestilencia, en él se mantenía fuego ardiendo perpetuamente. En los días de Jesús, la mayor marca de ignominia que el consejo de los judíos pudiera infligir era ordenar que un hombre fuese echado al Gehena. En una de las profecías de Jeremías acerca de la restauración judía, la aniquilación de este valle del deshonor se predice en las siguientes palabras: «Y todo el valle de los cuerpos muertos y de la ceniza, y todas las llanuras hasta el arroyo de Cedrón, hasta la esquina de la puerta de los caballos al oriente, será santo a Jehová» (Jeremías 31:40).


Este es el Gehena al cual los rechazados han de ser arrojados en el día del juicio. Que se haya traducido como «infierno,» y de este modo haya favorecido al engaño popular, es sencillamente debido a la opinión de los traductores de que el antiguo Gehena era una representación del infierno en que ellos creían. No hay base verdadera para esta suposición. Es la suposición sobre la cual están basadas las observaciones de Calmet, a pesar de su conocimiento del tema. Pertenecía a la escuela tradicionalista y cometió el común error tradicional de suponer que el punto de vista popular sobre el infierno era verdadero. Que primero se demuestre la realidad del infierno popular antes de que se use Gehena en el argumento. Si es una representación de algo, debe interpretarse como una representación del juicio revelado, más bien que de uno imaginado. Y el «infierno» popular es simple imaginación, basada en especulaciones paganas sobre los acontecimientos futuros.


El juicio revelado está en verdad relacionado con el lugar llamado Gehena, y es uno que tomará la misma forma del Gehena antiguo en lo que respecta a circunstancia y resultado. «Y saldrán [los que vengan a adorar en Jerusalén en la época futura], y verán los cadáveres de los hombres que se rebelaron contra mí; porque su gusano nunca morirá, ni su fuego se apagará, y serán abominables a todo hombre» (Isaías 66:24). El lector puede observar una similitud entre estas palabras y las de Cristo en Marcos 9:44-48: «Donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga.»


Estas palabras se citan frecuentemente para apoyar la idea de tormentos eternos, pero en realidad los desmienten. En primer lugar, debe admitirse que el gusano que no muere y el fuego que nunca se apaga son expresiones simbólicas. El gusano es un agente de corrupción que termina en la muerte. Por lo tanto, cuando se dice que su acción es inevitable, debe entenderse como indicación de que la destrucción se llevará a cabo sin remedio. La expresión no significa gusanos inmortales o fuego absolutamente inextinguible.


Un sentido limitado para una expresión aparentemente absoluta se encuentra frecuentemente en las Escrituras. En Jeremías 7:20, Jehová dice que su ira se derramaría sobre Jerusalén y sus habitantes, y «se encenderán, y no se apagarán.» También dice en Jeremías 17:27: «Yo haré descender fuego en sus puertas, y consumirá los palacios de Jerusalén, y no se apagará.» Esto no significa que el fuego no se iba a apagar nunca, sino que no había de apagarse sino hasta que hubiera cumplido su propósito. Se encendió un fuego en Jerusalén y sólo se apagó cuando la ciudad se hubo quemado hasta los mismos cimientos. Así también la ira de Dios ardió contra Israel, hasta que los eliminó del país, alejándolos de su vista; pero Isaías habla de un tiempo cuando la ira de Dios cesará en la destrucción del enemigo (Isaías 10:25).


El mismo principio está ilustrado en el capítulo 21 de Ezequiel, versículos 3,4,5, donde Jehová declara que su espada saldrá de su vaina contra toda carne, y no se envainará más. No es necesario decir que en la consumación del propósito de Dios, su amorosa bondad triunfará sobre la manifestación de su ira, el objeto de la cual es la extirpación del mal. En el sentido absoluto, pues, su espada de venganza volverá a su vaina, pero no antes de cumplir su propósito. De manera que el gusano que devora al inicuo desaparecerá cuando el último enemigo, la muerte, sea destruido y el fuego que consume sus restos podridos morirá con el combustible que lo alimenta; pero en relación con los inicuos mismos, el gusano no muere y el fuego no se apaga. Las expresiones se tomaron del Gehena, donde la llama y el gusano se mantenían gracias a las acumulaciones pútridas del valle.


Castigo Eterno

La declaración en Mateo 25:46 pareciera estar más en favor de la doctrina popular, pero no es así cuando se examina. «E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.» Incluso interpretándolo como aparece en la versión castellana, este pasaje no define la naturaleza del castigo que ha de caer sobre los inicuos, sino que sólo afirma su perpetuidad. Su naturaleza se describe en todas partes como muerte y destrucción. ¿Por qué se debe llamar a esto aionion (traducido «eterno»)? Aionion es la forma adjetival de aion, época, y expresa la idea «de la época.» Entendido de esta manera, la declaración sólo demuestra que en la resurrección los inicuos serán castigados con el castigo característico de la época del advenimiento de Cristo, que Pablo describe como «eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Tesalonicenses 1:9). Los justos reciben la vida característica de la misma dispensación, una vida que Pablo declara que es inmortal (1 Corintios 15:53).


Es costumbre citar, en apoyo de los tormentos eternos, una declaración del Apocalipsis: «Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 14:11; 20:10). A primera vista, esta forma de lenguaje parece apoyar la idea popular, pero no debemos quedar satisfechos con sólo mirarla superficialmente, porque la declaración forma parte de una visión simbólica, que ha de interpretarse simbólicamente en armonía con el principio de interpretación suministrado en la visión. Si el tormento apocalíptico «por los siglos de los siglos» fuera literal, entonces la bestia, la mujer con la copa de oro y el cordero de los siete cuernos y siete ojos, también serían literales. ¿Está el creyente tradicionalista dispuesto a reconocer esto? Sin duda, Cristo no tiene la forma de un cordero de siete cuernos ni la de un hombre con un espada en la boca; sin duda, la falsa iglesia no es una prostituta literal ni el perseguidor de la iglesia es un jabalí del bosque. Si estos son simbólicos, las cosas que se dicen de ellos también son simbólicas, y el tormento (o pena judicial, porque esta es la idea de la palabra griega basanizo) «por los siglos» es el símbolo del triunfo completo, irresistible y final del juicio destructor de Dios sobre las cosas representadas.


Al no encontrar evidencia en las Escrituras, el creyente tradicionalista busca refugio entre «los antiguos egipcios, los persas, fenicios, escitas, druidos, asirios, romanos, griegos,» y entre «los más sabios y más célebres filósofos de que hay constancia.» Toda esta gente, paganos supersticiosos e ignorantes de cada país; fundadores de la sabiduría de este mundo, que es necedad ante Dios, todos estos creían en la inmortalidad del alma, y por lo tanto, se supone que ¡la inmortalidad del alma es verdadera!


¡Lógica extraordinaria! Uno pensaría que la opinión del ignorante supersticioso en favor de la inmortalidad del alma indicaría que la probabilidad de que sea verdadera es más bien negativa que positiva. La Biblia no estima muy altamente a nuestros antepasados con respecto a sus opiniones y procedimientos en asuntos religiosos. Pablo habla del período anterior a la predicación del evangelio (refiriéndose a las naciones gentiles), como «los tiempos de la ignorancia» (Hechos 17:30). De la sabiduría que los hombres han desarrollado para sí mismos, a través del razonamiento de «los más sabios y más célebres filósofos,» él dice: «¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo?» «Porque la sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios» (1 Corintios 1:20; 3:19). Los hombres sabios debieran preferir estar del lado de Pablo.


Conclusiones

Pero muchos que una vez fueron tradicionalistas están perdiendo su tradición, y están empezando a ver que la enseñanza de la Biblia es una cosa y la religión popular es otra. El siguiente extracto de una obra publicada en América, La Teología de la Biblia, por el juez Halsted, ilustra esto:


«El reverendo Dr. Teodoro Clapp, en su autobiografía, dice que había predicado en Nueva Orleans un ferviente sermón acerca del castigo eterno; y que después del sermón, el juez W., el cual, dice él, era un eminente erudito, que había estudiado para el ministerio pero que había abandonado su propósito porque no pudo hallar la doctrina del castigo eterno y otros dogmas afines, le pidió que preparara una lista de textos en hebreo o griego en los cuales se basaba para tal doctrina. Entonces el doctor hizo un detallado recuento de sus estudios en procura de textos para entregar al juez; empezó con el Antiguo Testamento en hebreo, y prosiguió su estudio durante aquel año y el siguiente; pero fue incapaz de hallar allí ni siquiera una alusión a algún sufrimiento después de la muerte; en el diccionario del idioma hebreo no pudo discernir ni una palabra que se refiriera al infierno, o a algún lugar de castigo en un estado futuro; no pudo hallar ni un solo pasaje bíblico, en forma o en fraseología, que ofreciera amenazas de castigo más allá de la sepultura; y para su asombro final, resultó que los más conocidos eruditos tradicionalistas estaban perfectamente familiarizados con estos hechos. Se vio obligado a confesarle al juez que no podía presentar ningún texto hebreo; pero que aún tenía plena confianza en que el Nuevo Testamento suministraría lo que él había buscado sin éxito en Moisés y los profetas; prosiguió su estudio del Nuevo Testamento griego durante ocho años; el resultado fue que no pudo nombrar ni una porción de él, desde el primer versículo de Mateo hasta el último de Apocalipsis, el cual, bien interpretado, afirmara que una porción del género humano sería eternamente atormentada. El doctor concluyó diciendo que era un hecho importante y sumamente instructivo que hubiera sido llevado a su actual criterio (repudio del dogma popular) sólo por la Biblia: un criterio que se opone a todos los prejuicios de su vida anterior, de precepto paternal, de escuela, seminario teológico y casta profesional.»


Sí, la Biblia y los seminarios teológicos están en desacuerdo sobre este importante tema. Los seminarios alumbran el futuro de los inicuos con un espeluznante horror, que los dignos del género humano aún ahora sienten que es un gran obstáculo para la satisfacción de las esperanzas de los justos. ¿Cómo podrá haber gozo y alegría perfectos sabiendo que reina fiera desesperación entre millones de atormentados en otro lugar? La Biblia nos da un futuro glorioso, no estropeado por semejante mancha. Presenta un futuro libre del mal, un futuro de gloria y gozo eterno para los justos y de aniquilación para todo los indignos del género humano, un futuro en el cual la sabiduría de Dios combinará la gloria de su nombre con la mayor felicidad de todos los sobrevivientes de la raza humana.

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