La Inmortalidad: Un Dón Condicional que se Conferirá al Tiempo de la Resurrección

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Introducción

Si la naturaleza humana es esencialmente mortal, y si para ella la muerte es la destrucción de sus poderes manifiestos, ¿cuál es la verdadera posibilidad de una vida futura para nuestra raza perdida? Muchos sacan precipitadamente la conclusión de que la posición asumida en los dos capítulos anteriores acerca de la mortalidad real del ser humano implica la negación de la futura retribución e incluso el rechazo de la existencia de Dios. Que esto es un gran error quedará pronto de manifiesto. El entendimiento de la mortalidad del hombre conduce ciertamente a una modificación de las creencias populares, pero no con el efecto alegado arriba. Y la modificación a la cual conduce está confirmada por el testimonio de la Biblia con una claridad que elimina toda dificultad del camino de la mente dedicada a servir a Dios.


En el pecho humano hay una aspiración natural a la inmortalidad. Las formas más bajas de la raza humana posiblemente no tienen tal aspiración; pero donde la naturaleza humana se ha desarrollado hasta algo considerado como su nivel natural, allí existe un vehemente deseo por lo perfecto y lo eterno. Parecemos mentalmente constituidos para eso. La muerte llega a nosotros como un acontecimiento anormal en nuestra experiencia. Le tenemos aversión; le tememos; anhelamos la inmortalidad; aspiramos a vivir para siempre.


Es costumbre sostener que nuestro deseo de inmortalidad implica que efectivamente somos inmortales. Este es el principal argumento empleado por Platón, de quien se puede decir que es el padre de la doctrina de la inmortalidad del alma. Hasta este día, el argumento es utilizado universalmente por los que creen en la inmortalidad del alma. Es asombroso que la lógica del argumento pase sin ser puesta en tela de juicio. Se vería fácilmente que es absurdo en el caso de cualquier otro instinto o deseo. Por ejemplo, un hombre hambriento desea alimento; ¿es esto una prueba de que ya lo tiene? La verdad es todo lo contrario. Si deseamos algo, nuestro deseo mismo es evidencia de que no tenemos el objeto de dicho deseo; porque, como Pablo dice, «lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? » (Romanos 8:24). Si anhelamos la inmortalidad, es prueba de que estamos destituidos de ella.


Sin embargo, la existencia de semejante deseo significa mucho, en su debido lugar. Establece la inmortalidad como una posibilidad en la organización del universo. No existe ningún instinto o deseo en la naturaleza sin que exista el correspondiente objeto sobre el cual actúa. ¿Tenemos hambre? Existe alimento para comer. ¿Somos curiosos? Hay cosas que ver y conocer. ¿Tenemos benevolencia? Hay beneficios que conferir, necesidades que suplir y sufrimientos que aliviar. ¿Tenemos conciencia? Existen el bien y el mal. ¿Podemos maravillarnos? Hay fenómenos incomprensibles en el cielo arriba y en la tierra abajo. ¿Tenemos veneración? Hay un Dios al cual adorar. Y así sucesivamente, con todo sentimiento que hay en la naturaleza sensible. Según este principio, el anhelo espontáneo por la inmortalidad y la perfección demuestra la existencia de las condiciones deseadas y la posibilidad de su obtención; y aunque seamos totalmente ignorantes en cuanto al «¿dónde?», ¿cuándo?» y «¿cómo?» de ellas, permanece la fuerte presunción natural de que la condición deseada no puede ser del todo un sueño, aunque por el momento esté fuera de nuestro alcance.


No obstante, debemos emplear apropiada discriminación en la aplicación del argumento. No demuestra que todos necesariamente obtendrán la inmortalidad. La existencia de un deseo no es garantía de que se satisfará. Un hombre con gran apetito podría hallarse en circunstancias donde no puede obtener alimento. Podría estar encerrado en una mina subterránea, cuya consecuencia sería la muerte. Su apetito indica que existe alimento como el objeto normal de su deseo de comer, pero no garantiza que recibirá ese alimento; eso depende de las circunstancias. Pero como es inconcebible que exista un instinto que no tenga la posibilidad de ser satisfecho, la deducción lógica del anhelo por la inmortalidad y la perfección es que éstas deben ser condiciones obtenibles. Pero como la satisfacción de un deseo está sujeta a las circunstancias relativas, el hecho de alcanzar o no la inmortalidad también depende de la naturaleza de las circunstancias que gobiernan su obtención. Esto marca una separación tanto del creyente tradicionalista como del incrédulo, refutando el alma inmortal del uno y demoliendo la incredulidad irracional del otro.


La Inmortalidad Definida

¿Qué es la inmortalidad? Podemos comprender mejor muchas cosas por medio del contraste. Algo sabemos de la mortalidad, de la cual viene la idea de la in-(sin) mortalidad. La palabra «mortalidad» viene de la raíz latina mors, muerte, y significa calidad de mortal. Decir que algo es mortal es afirmar que está limitado en su poder para continuar en vida, debido a su tendencia inherente a la disolución. Decimos que el hombre es mortal, y así es él: todos los días muere alguno. Llega a existir como un ser organizado, heredando y exhibiendo todas las cualidades del linaje del cual se deriva. Lo vemos dejar de existir con tanta regularidad como lo vemos nacer. La lista de defunciones es el corolario universal de la lista de nacimientos. Ningún hombre nacido de mujer está exento de la ley de la muerte; no importa cuán superior a sus semejantes sea, ni lo sublime de su genio, ni lo extenso de su entendimiento, ni lo genial de su amistad, ni lo hermoso de su carácter, la mano de la muerte no se detiene; el fin debe llegar; la ley del pecado y la muerte obrando en sus miembros siega su vida al fin, y él se hunde en el olvido del cual salió. Esta es la mortalidad de la experiencia real, prescindiendo de cualquier teoría que la gente pueda abrigar sobre este tema.


La teoría popular dice que la mortalidad afecta la condición del hombre, pero no su ser; que cambia su lugar de existencia pero no afecta el hecho de su existencia. Consideremos esta idea por un momento. Es una verdad manifiesta que la vida en sentido abstracto es indestructible; pero ¿vamos a decir, entonces, que un ser viviente es indestructible? Si fuera así, demostraría la inmortalidad de las bestias, porque ellas ciertamente viven en forma tan real como nosotros, aunque su naturaleza es inferior. La vida no es un poder individual pensante en su condición abstracta, a menos que tomemos el total de toda la vida tal como existe en Dios, con quien está el «manantial de la vida» (Salmos 36:9). Subordinado a él, el poder o capacidad de la manifestación individual existe en el vasto océano del poder de vida que subsiste en el Gran Manantial Eterno; pero está latente allí y sólo se puede desarrollar por medio de lo que los hombres se han complacido en llamar «organización.»


El asunto puede parecer un misterio; pero ciertamente no es más misterio que el punto de vista metafísico que intenta explicar un misterio por medio de un misterio aún mayor. Misterio o no, es la enseñanza de la experiencia y la declaración de la palabra de Dios. «Una misma respiración tienen todos,» declara Salomón referente a hombres y animales (Eclesiastés 3:19). Moisés es igualmente decisivo. Hablando del diluvio, dice: «Y murió toda carne que se mueve sobre la tierra, así de aves como de ganado y bestias, y de todo reptil…y todo hombre. Todo lo que tenía aliento de espíritu de vida en sus narices…murió. Así fue destruido todo ser que vivía sobre la faz de la tierra, desde el hombre hasta la bestia, los reptiles, y las aves del cielo» (Génesis 7:21-23). Aquí el hombre está colocado en la misma categoría que los animales, perteneciendo a la misma clase de existencia-siendo un «ser viviente» que inhala el universal «aliento de vida» compartido por todos. «[Hay] hálito de Dios en mis narices,» dice Job en capítulo 27:3. «Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz,» es el mandato de la inspiración en Isaías 2:22. «Si [el Omnipotente]…recogiese así su espíritu y su aliento, toda carne perecería juntamente, y el hombre volvería al polvo» es la forma en que Eliú describe la muerte en Job 34:14, 15. Observe que se dice que el «espíritu» pertenece al Omnipotente; y el hombre-la criatura tangible-es quien posee el espíritu; pero la filosofía ha invertido este orden de ideas. Ha convertido el espíritu en poseedor, y el cuerpo en la cosa poseída; y ha abierto la puerta para las doctrinas complementarias de recompensas fuera del cuerpo en un reino en los cielos, y castigos en el infierno, etcétera.


La teoría se desmorona al aceptar la sencilla doctrina de las Escrituras de que «Dios formó al hombre del polvo de la tierra» (Génesis 2:7); que «el primer hombre es de la tierra, terrenal» y que «cual el terrenal, tales también los terrenales» (1 Corintios 15:47, 48); que la vida que está en el hombre es de Dios y regresa a Dios cuando el hombre muere (Eclesiastés 12:7). La doctrina opuesta, que no es más que el fruto de la especulación humana y no la enseñanza de las Escrituras-porque ¿quién ha leído jamás la expresión «alma inmortal» en la Biblia?-es un engaño que ciega el entendimiento de todos los que lo comparten. Da origen a muchas dificultades gratuitas en cuanto al gobierno mortal que Dios ejerce sobre el mundo e impide una debida comprensión de las doctrinas del cristianismo, las que tienen como su fundamento mismo la verdad de que el hombre es una forma pasajera de vida consciente, para quien está establecido el día de la muerte, por causa del pecado.


¿Cómo sucede que el hombre, teniendo tan fuerte deseo instintivo de inmortalidad y perfección, se halle en un estado tan opuesto, en todo aspecto? Hay una explicación, aunque la naturaleza rehusa proporcionarla. La condición del hombre como fenómeno natural es un misterio impenetrable. La naturaleza establece la correspondencia más estricta entre instinto y condición en el caso de todas las otras especies en todo su amplio dominio, pero esta adaptación que produce felicidad, se niega a concederla a su producción más noble: el hombre, dejándolo abandonado a la desgracia de tener una noble aspiración frustrada. Es imposible explicar este hecho por medio de principios naturales. Sin la ayuda de la revelación, la condición y destino del género humano permanecerían como un enigma insoluble.


Nuestro Destino Futuro

Como es únicamente de las Escrituras que derivamos cualquier información de la actual condición mortal y afligida del género humano, también ellas son la única fuente de información referente a nuestro destino futuro. Job pregunta: «Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?» (14:14). Es tarea especial de la Biblia responder a esta pregunta. No podemos procurar una respuesta de ninguna otra fuente. Si especulamos acerca de ella como problema filosófico, andamos a tientas en la oscuridad. No hay proceso en la naturaleza a partir del cual podamos razonar sobre el tema. No hay ningún verdadero paralelo a la resurrección. Una semilla depositada en la tierra brota y renueva su existencia por la ley de su naturaleza. El poder para volver a brotar es parte de sí misma. No ocurre lo mismo con el hombre. En las palabras de Job:


«Porque si el árbol fuere cortado, aun queda en él esperanza; retoñará aún, y sus renuevos no faltarán. Si se envejeciere en la tierra su raíz, y su tronco fuere muerto en el polvo, al percibir el agua reverdecerá, y hará copa como planta nueva. Mas el hombre morirá, y será cortado; perecerá el hombre, ¿y dónde estará él?»


¿Dónde está él? La respuesta es sencilla; no está en ninguna parte. El polvo ha vuelto a la tierra como antes era, y el espíritu de vida ha vuelto a Dios que lo dio; y aunque tanto el polvo como la vida continúan existiendo como elementos separados, el hombre que resultó de su combinación orgánica ha dejado de ser; y si alguna vez vive de nuevo, será el resultado de un nuevo esfuerzo de parte del poder del Omnipotente.


Que el hombre puede volver a vivir, es una de las benditas enseñanzas de la Palabra de Dios. «Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos» (1 Corintios 15:21). Fue la misión especial de Cristo traer esta verdad a luz. El se proclamó a sí mismo «la resurrección y la vida» (Juan 11:25), añadiendo: «el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.» Jesús vino no solamente para reinfundir vigor espiritual en la endurecida naturaleza moral de los hombres, sino también para liberarlos de la ley física de la muerte, que los arrolla hacia el sepulcro y los mantiene allí. El vino, en realidad, para levantar los cuerpos de los hombres-es decir, levantar a los hombres mismos-del hoyo de la corrupción y revestirlos, si lo aceptan, de incorrupción e inmortalidad. Pablo dice que Jesús «transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya» (Filipenses 3:21). Esto está relacionado con la resurrección, porque Jesús mismo dice: «Esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero» (Juan 6:39). De este modo, se dice que Jesucristo «sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio» (2 Timoteo 1:10). En realidad, el propósito mismo de la obra expiatoria de Cristo fue ofrecer a los hombres vida eterna, como Salvador del mundo y su reconciliador con Dios, de quien todos los hombres se han desviado. Esto se manifiesta en las siguientes citas del Nuevo Testamento:


«Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.» (Juan 10:10)

«Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él.» (1 Juan 4:9)


«Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.» (Juan 5:40)


«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.» (Juan 3:16)


«Como [el Padre] le has dado [al Hijo] potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste.» (Juan 17:2)


«Mis ovejas oyen mi voz…y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.» (Juan 10:27, 28)


«Este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo.» (1 Juan 5:11)


«Esta es la promesa que él nos hizo, la vida eterna.» (1 Juan 2:25)


«La paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.» (Romanos 6:23)


«Para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna.» (Tito 3:7)


«Conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna.» (Judas 21)


Hay una conclusi ón obvia en la lectura de estos pasajes; si la inmortalidad es el atributo natural de todo hijo de Adán, desde el momento mismo que respira, no tienen ningún sentido los testimonios que hablan sin excepción de la inmortalidad como una contingencia futura, algo que se ha de procurar, una recompensa, una dádiva, algo sacado a luz por el evangelio. Hay completa contradicción en semejante lenguaje si la inmortalidad es una posesión natural y presente. ¿Cómo se le puede prometer a un hombre aquello que ya posee? La promesa divina es que Dios otorgará vida eterna a aquellos que buscan gloria, honor e inmortalidad. Esta es la mayor prueba de que la naturaleza humana nada tiene de inmortalidad en su estado actual.


¿Qué es esta inmortalidad? La opinión común sobre el tema nos llevaría a suponer que es una cualidad mental, como la conciencia o la benevolencia, una condición espiritual, una esencia que no tiene, ella misma, ninguna relación con el tiempo o el espacio. Como la muerte ha llegado a tener un significado teológico artificial, así la inmortalidad misma, la dádiva que Dios prometió por Jesucristo, ha sido mal transformada en un concepto metafísico, más allá de la comprensión así como del interés práctico del género humano. Al juntar el sentido común y la enseñanza de la Escritura para que den testimonio sobre esta cuestión, hallamos que inmortalidad es lo opuesto a mortalidad. La una indica la existencia interminable del ser, la otra su inevitable fin. Ambos términos definen la duración de la vida, más bien que su cualidad, aunque la cualidad está implicada en ambos casos. Un ser mortal es una criatura de existencia terminable; uno inmortal está de tal manera constituido que su vida es interminable. Sin embargo, la terminación de la una y la perpetuidad de la otra, son el resultado de las condiciones establecidas de sus respectivas naturalezas. El hombre es mortal porque su organización tiende a decaer. Si ese organismo pudiese seguir funcionando año tras año, sin deterioro ni propensión al desorden, sería inmortal, aparte de la violencia, porque la vida persistiría y se manifestaría constantemente. Pero no es así, como bien lo sabemos para nuestro pesar; nuestra naturaleza contiene dentro de sí las semillas de la corrupción y por consiguiente desciende a inevitable disolución. La más excelente constitución al fin se rendirá ante el gradual agotamiento que avanza año tras año. Para ser inmortal se requiere que seamos de substancia incorruptible; porque aquello que es incorruptible no puede decaer; y un organismo incorruptible vivirá para siempre. De ahí que la inmortalidad en el Nuevo Testamento es una promesa de resurrección a una existencia corporal incorruptible.


«Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual.» (1 Corintios 15:42-44)


Además:


«El Señor Jesucristo…transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya.» (Filipenses 3:20, 21)


Obtener inmortalidad significa ser transformado de nuestra actual condición corporal débil, frágil y corruptible a una condición perfecta, incorruptible y poderosa, en la cual ya no seremos más los súbditos de la debilidad, dolor, sufrimiento y muerte, sino que seremos como el Señor Jesucristo en su actual estado exaltado de existencia.


Esta transformación ocurrirá al regreso de Jesucristo desde el cielo, según queda de manifiesto en los siguientes testimonios:


«Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino.» (2 Timoteo 4:1)

«Pero cada uno en su debido orden [de resurrección]: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida.» (1 Corintios 15:23)


«Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria.» (Colosenses 3:3, 4)


«He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria.» (1 Corintios 15:51-54)


Por medio de este testimonio, junto con 1 Tesalonicenses 4:13-18, ya citado en el capítulo anterior, aprendemos que los fieles en Cristo Jesús que estén vivos a la segunda venida de su Señor y Salvador, experimentarán-después que hayan sido juzgados-una inmediata transformación a la naturaleza incorruptible del cuerpo espiritual, sin pasar por el proceso de la muerte. De ahí la declaración, «no todos dormiremos.» De modo que algunos que quizás estén ahora viviendo, de la misma manera que Enoc y Elías, serán excepciones a la regla general de mortalidad y «no gustarán la muerte.»


El Cuerpo de la Resurrección

En cuanto a la naturaleza del cuerpo resucitado, hallamos en uno de los pasajes citados de las epístolas de Pablo, que «resucitará cuerpo espiritual.» Algunos piensan que esto significa un cuerpo espectral, gaseoso, impalpable, a través del cual uno podría pasar su mano. Al contrario, los justos en el estado perfeccionado serán tan reales y corpóreos como hombres mortales en la vida actual. Aprendemos esto de la manera más inequívoca. Considere las siguientes declaraciones:


«Transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya.» (Filipenses 3:21)


«Sabemos que cuando él (Cristo) se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es.» (1 Juan 3:2)


Aquí tenemos un punto de partida: Cristo es el modelo según el cual será moldeado su pueblo. Por lo tanto, si queremos conocer la naturaleza de los justos en el estado futuro, debemos contemplar la naturaleza de Cristo después de su resurrección. Estamos capacitados para hacer esto, porque Cristo apareció a sus discípulos después de su resurrección y tuvo varios encuentros con ellos. Le hallamos dando evidencia a sus discípulos acerca de su realidad, cuando quedaron aterrados ante su súbita aparición, creyendo que era nada más que una ilusión:


«Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy: palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Y como todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban maravillados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él lo tomó, y comió delante de ellos.» (Lucas 24:38-43)


Aquí tenemos una prueba definitiva de que Cristo era tan real y corpóreo después de su resurrección como lo era antes. El cuerpo que fue colocado en la tumba de José de Arimatea fue el cuerpo que después se levantó y apareció como «este mismo Jesús»-«yo mismo soy»-a los discípulos, quienes lo palparon y comieron con él. Esto es prueba de que los justos en la resurrección serán tan tangibles y corpóreos como lo fue él en aquella ocasión, puesto que ellos han de ser «semejantes al cuerpo de la gloria suya.»


Algunos sugieren que la naturaleza de Cristo se transformó en esencia intangible después de su ascención, pero no hay nada que apoye semejante sugerencia. Tal suposición es enteramente gratuita y no merece atención. Se elimina por la evidencia de la realidad e indentidad de Cristo después de su ascención. Aun cuando esto no fuera así, la sugerencia sería sin fundamento. En vista de que no hay ninguna declaración en el sentido de que Cristo cesó de ser corpóreo después de su ascención, la única alternativa racional es asumir que no hubo semejante cambio, y que Cristo fue y continúa siendo el mismo real aunque glorificado personaje que mostró sus manos y pies a sus discípulos. Pero el hecho de su continuación corporal está expresado en la declaración hecha por los ángeles a los discípulos justo antes de la ascención:


«¿Por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.» (Hechos 1:11)


¿Qué entenderían los discípulos por «este mismo Jesus»? ¿No pensarían en el bendito Salvador que, unos pocos días antes, había comido pan delante de ellos y les había dicho que «un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo»? Indudablemente; y esperarían el tiempo de su reaparición, con las huellas de los clavos en sus manos y la marca de la herida en su costado, lo que es evidente, según Zacarías 13:6, será el tema de ansiosa curiosidad para los judíos que presencien su venida. Por lo tanto, queda la prueba de que los justos en el estado resucitado serán corpóreos como su Señor y Maestro en vez de ser las entidades incorpóreas que la creencia popular imagina.


Pero aunque no serán menos reales que el hombre mortal, los santos glorificados poseerán una naturaleza de otra clase. En el estado actual son «cuerpos animales,» pero entonces serán «cuerpos espirituales.» He aquí la diferencia. Los cuerpos naturales o animales se conservan con vida por medio de la sangre, como dicen las Escrituras en Levítico 17:14: «Porque la vida de toda carne es su sangre.» La sangre es el medio de vitalidad animal, de la cual se llena por medio de la acción del aire en los pulmones. El principio o «espíritu» de vida se aplica de este modo sólo de una manera indirecta. La sangre es el agente vivificador inmediato; los cuerpos sostenidos por ella son simplemente cuerpos animales. La vida de ellos no es inherente; depende de una función compleja que se puede interrumpir fácilmente. Se aplica por medio de un proceso tan delicado que se estropea fácilmente ante influencias externas y circunstancias accidentales. Por lo tanto, la vida es incierta, y la salud y vigor constantes son casi imposibles de lograr. Nuestra constitución física se deteriora con facilidad y estamos propensos a ser afligidos con angustiosos achaques y dolencias, que fácilmente se vuelven graves; de ahí la lucrativa profesión que adjudica la habilidad para «curar» la desafortunada humanidad. Ah, pero no la pueden curar. La enfermedad es demasiado profunda para la habilidad que ellos tienen. Está en la constitución misma del hombre; está en su sangre; está profundamente arraigada y es incurable. Todo lo que un médico puede hacer es parchar una mortalidad humanamente incurable.


Cristo: El Verdadero Médico

El Señor Jesucristo es el único médico verdadero. El nos ofrece resurrección a una existencia con cuerpo espiritual. Promete formarnos a semejanza de su glorioso cuerpo. Aunque estemos afligidos con todos los dolores que la carne hereda en esta vida actual, y desfigurados por todas las distorsiones de las enfermedades -aunque muramos en muerte asquerosa, y seamos colocados en el sepulcro como una masa de pestilente corrupción-Jesús se compromete a resucitarnos a un estado puro e incorruptible, en el cual nuestros cuerpos serán cuerpos «espirituales» no porque sean etéreos, lo cual no es su característica, sino porque estarán directamente activados por el espíritu de Dios, y llenos en cada átomo con el inextinguible y concentrado poder vivificante de Dios mismo. Este es el testimonio de Cristo (Juan 3:6): Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.» El había dicho: «Lo que es nacido de la carne, carne es.» Hombres y mujeres mortales nacen de la carne; por lo tanto, no son más que carne-un viento que pasa y no vuelve; pero cuando el hombre es «nacido del Espíritu» ya no es más el frágil y perecedero linaje de Adán. Su ser corruptible se ha vestido de incorrupción. Es un hijo de Dios, invencible, todopoderoso e inmortal. «Son hijos de Dios,» dice Jesús, hablando de la resurrección que es para vida, «al ser hijos de la resurrección» (Lucas 20:36).


Pablo dice: «El que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros» (Romanos 8:11). He aquí un segundo nacimiento que ha de ser efectuado por el Espíritu de Dios; y sobre el principio establecido por Cristo, todos los que se sometan a esta operación del Espíritu sobre sus cuerpos mortales, serán «nacidos del Espíritu» y por lo tanto serán «espíritu» en naturaleza, o cuerpos «espirituales» -cuerpos conservados con vida por medio de la operación directa del espíritu de vida en la carne y los huesos, como el Señor Jesús; no pálido y lívido como estaría un cuerpo humano sin sangre, sino hermoso con el resplandor del Espíritu, que puede mostrar color de otro modo que por sangre. Viviendo por medio de la completa permeabilidad del espíritu de vida en la sustancia de sus naturalezas, serán gloriosos y poderosos, puros como la gema, fuertes e inflexibles, incorruptibles como oro y gloriosos en el sentido de luminosidad física, según se ejemplificó en el Señor Jesús cuando brilló con el lustre del sol en el monte de la Transfiguración y, según está escrito: «Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad» (Daniel 12:3).


Serán poderosos en el sentido de ser vigorosos e inagotables en el poder de las facultades, como está escrito:


«¿No has sabido, no has oído que el Dios eterno es Jehová, el cual creó los confines de la tierra? No desfallece, ni se fatiga con cansancio, y su entendimiento no hay quien lo alcance. El da esfuerzo al cansado y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán» (Isaías 40:28-31).


Serán incorruptibles en el sentido de ser de naturaleza inmarcesible e imperecedera y por lo tanto, libres de cualquier susceptibilidad al dolor o la enfermedad. En esta condición perfecta, los justos tendrán una ilimitada eternidad ante ellos, y gozo eterno sobre sus cabezas; no más embotamiento de ánimo; no más inquietud y desfallecimiento ante las aflicciones de la vida mortal; no más sufrimiento ni envejecimiento; no más fallecimiento, sino pura perfección, armonía ininterrumpida, amor inextinguible, gozo indecible y gloria rebosante. Este será el estado feliz de los justos y la consumación de aquella bendita promesa: «Destruirá la muerte para siempre; y enjugará Jehová el Señor toda lágrima de todos los rostros» (Isaías 25:8).


Esta preciosa vida e inmortalidad sacada a luz por Jesucristo no se ha de conferir indiscriminadamente. No la alcanzarán todos los hombres; sólo unos pocos serán considerados dignos. La preciosa dádiva se ofrece libremente a todos; pero es condicional. No se dará a los infieles ni a los impuros. La perfección del carácter debe preceder a la perfección de la naturaleza. La aptitud moral es el requisito indispensable, y Dios es el juez y el que define la peculiar aptitud moral necesaria en el caso. Esto está demostrado por los siguientes pasajes:


«Vida eterna a los que, perserverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad.» (Romanos 2:7)

«Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.» (Juan 6;53)


«El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida.» (Juan 3:36)


«Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre.» (Juan 20:31)


«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere será condenado.» (Marcos 16:15, 16)


«De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación.» (Juan 5:24)


«Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida.» (Apocalipsis 21:6)


Estos testimonios dan el golpe de gracia al universalismo. Basan la salvación en condiciones que excluyen a la mayoría del género humano. La limitan a una clase que ha sido siempre poco numerosa entre los hombres, y refutan efectivamente la errada teoría de benevolencia que proclama la «restauración universal» de todo ser humano. Esto mostraría al cristianismo como un asunto muy restringido, pero no más restringido que su alcance divinamente determinado. «Estrecha es la puerta, y angosto el camino»; ésta es su característica, y no está exenta de sabiduría. Su objetivo es el desarrollo de una familia aprobada de entre los hijos de los hombres. Las vastas poblaciones del mundo son tan sólo incidentales a este plan. Vienen y van; y como carne, no hay en ellos ningún provecho. Salen de la nada, y vuelven allí. Es sólo la teoría de la inmortalidad humana universal la que da nacimiento a la idea de la salvación humana universal. Cuando la naturaleza humana se considera en su verdadero nivel de vanidad, la dificultad se desvanece.


Aquellos que están excluidos de la vida eterna se dividen en dos clases: primero, los que oyen la palabra y la rechazan; y segundo, aquellos a quienes las circunstancias les impiden absolutamente oírla, tales como los paganos de la antigüedad. La segunda clase incluye una tercera: aquellos cuyas desgracias les impiden creer, aun cuando oyen la palabra, tales como los retardados mentales y los niños pequeñitos. El destino de la primera clase (aquellos que oyen la palabra y la rechazan) está claramente expresado. Quedarán reservados para castigo:


«El que me rechaza, y no recibe mis palabras…la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero.» (Juan 12:48)


«El que no creyere, será condenado.» (Marcos 16:16)


El castigo se inflige al tiempo de la resurrección, como Jesús dice: «Los que hicieren lo malo, [saldrán] a resurrección de condenación» (Juan 5:29). Esta «resurrección de condenación» no es una resurrección a vida sin fin o al fuego del infierno, según la aceptación popular. Es una resurrección a vergüenza y corrupción judicialmente administrada. Habiendo sembrado para su carne, de la carne segarán corrupción (Gálatas 6:8), la cual termina en el triunfo del gusano y del fuego sobre su ser, es decir, en la muerte. Se levantan para la vergüenza y confusión del rechazo divino y censurador, en el cual se infligen algunos azotes o muchos azotes según merecen: diferencias en la duración e intensidad del sufrimiento según lo requiera la justicia, después de lo cual los inicuos son finalmente absorbidos en la «segunda muerte,» lo que hace desaparecer su miserable existencia de la creación de Dios. Siendo inútiles, son eliminados y desaparecen para siempre donde «los impíos dejan de perturbar» (Job 3:17).


Castigo Eterno

Que los injustos perecen en la segunda muerte debe ser evidente de acuerdo a los numerosos testimonios citados en el capítulo anterior. Una teología paganizada se deleita en asignarlos a una existencia perpetua de tormento. Esta idea se basa en ciertas expresiones oscuras en el Nuevo Testamento que se supone la apoyan, pero las cuales, cuando se entienden correctamente, no tienen tan terrible significado. «El fuego que no se apaga» es una de estas expresiones; parece implicar la existencia consciente eterna de los inicuos, pero la reflexión mostrará que indica todo lo contrario. Si el fuego no se apaga, entonces no se puede evitar la destrucción. Esta frase se usa en este sentido en Jeremías 17:27, Ezequiel 20:47 y otros lugares. Lo mismo se aplica al «gusano que no muere.» Los gusanos de Herodes no murieron y la consecuencia fue que él murió (Hechos 12:23). Si los gusanos hubiesen muerto, Herodes se hubiera recuperado. Se afirma que los inicuos sufrirán «castigo eterno,» pero esto no implica tormento interminable. La palabra griega aionios, traducida «eterno» no significa necesariamente una perpetuidad infinita. Acerca de la palabra aion, «época,» de la cual se deriva el adjetivo aionios, Parkhurst observa: «Denota duración o continuidad de tiempo, pero con gran variedad. Por lo tanto, aionios significa «mientras dura la época,» sin fijar la duración, lo cual se determina por la extensión de aquello que califica. En el caso que nos ocupa, se habla del castigo de los inicuos. Y como sabemos, por otros pasajes de la Escritura, que el castigo de la época de retribución termina en la muerte, se nos permite ver que la aion del castigo es sólo coextensivo con la duración de aquel castigo.


Algunos afirman que la aplicación de este principio a la frase «vida eterna» destruye la esperanza de la inmortalidad, haciéndola algo de posible terminación. Si nada se dijera fuera de la frase «vida eterna (aionios),» tendríamos un fundamento inseguro para la esperanza de vivir para siempre. En tal caso, sabríamos solamente que había una vida perteneciente a la época-una vida relativa a la época venidera de la intervención de Dios en los asuntos humanos; pero no sabríamos nada en cuanto a la naturaleza de esa vida o su duración. Pero no se nos deja en este estado tan inseguro. Otros testimonios nos informan explícitamente que mientras el castigo aionios termina en la muerte, la vida que se conferirá en aquella misma aion es inextinguible:


«Los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo…ni se casan ni se dan en casamiento. Porque no pueden ya más morir, pues son iguales a los ángeles.» (Lucas 20:35, 36)


«Ya no habrá muerte.» (Apocalipsis 21:4)


«No perecerán jamás.» (Juan 10:28)


«Destruirá a la muerte para siempre.» (Isaías 25:8)


«Porque es necesario que…esto mortal se vista de inmortalidad.» (1 Corintios 15:53)


Si la inmortalidad tuviese fin, no sería inmortalidad. La vida aionios es vida perpetua. Sabemos esto, no por el uso de la palabra aionios, que nada nos dice sobre el tema, sino por testimonios como los ya citados.


La segunda clase de personas que no alcanzan vida, son las que no han visto jamás la luz, y por lo tanto, no la han rechazado jamás y por esa razón no pueden ser candidatos al juicio que aguarda a aquellos que han oído la palabra. ¿Qué se hará con ellos? Es común suponer que estarán entre los redimidos. Pero ¿quién puede abrigar semejante suposición, en vista del hecho de que son pecadores y ya están excluidos de la vida? Además, si la oscuridad y la ignorancia son un pasaporte al reino de Dios, ¿por qué envió Jesús a Pablo «para que [los gentiles] se conviertan de las tinieblas a la luz…para que reciban…herencia entre los santificados»? (Hechos 26:18). Si la salvación es segura para los ignorantes, sería mejor dejar que permanezcan en ignorancia y no poner en peligro su destino eterno dándoles la responsabilidad del conocimiento. Debemos recordar que las circunstancias mismas que impiden a la clase en cuestión rechazar al Mesías, también les impide aceptar a aquel en quien hay esperanza y vida. No tienen ninguna de las responsabilidades de los que rechazan el evangelio, pero tampoco tienen ninguno de los privilegios de los creyentes instruidos y obedientes. ¿Qué, pues, pasa con ellos? Pablo contesta la pregunta en Romanos 2:12: «Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán.» Paganos, idólatras, retardados mentales y niños incapaces de entender no son responsables ante ninguna ley. Por lo tanto, no serán levantados en la resurrección. La muerte pasa sobre ellos bajo la única ley que les atañe: la ley de Adán; y duermen para no ser más perturbados. Su situación se describe en el siguiente pasaje de Isaías 26:14:


«Muertos son, no vivirán; han fallecido, no resucitarán; porque los castigaste, y destruiste y deshiciste todo su recuerdo.»


Una declaración similar se hace en Jeremías 51:57, con respecto a la aristocracia de Babilonia, quienes pertenecían precisamente a la clase de personas de la cual estamos hablando:


«Y embriagaré a sus príncipes y a sus sabios, a sus capitanes, a sus nobles y a sus fuertes; y dormirán sueño eterno y no despertarán, dice el Rey, cuyo nombre es Jehová de los ejércitos.»


Dios es justo, y en esto su justicia queda de manifiesto. El no puede castigarlos con justicia ni tampoco puede recompensarlos con justicia; por lo tanto, los desecha.


Esto completa la esencia de lo que ha de presentarse en referencia a la naturaleza condicional de la inmortalidad, como una dádiva que se conferirá en la resurrección. La proposición es clara y la evidencia concluyente. Que sea el feliz destino de todos los que leen estas páginas heredar la gloriosa dádiva.

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