EL DIABLO
Ahora debemos pasar a considerar la palabra “diablo.” Esta es la palabra más particularmente asociada, en la mente popular, con la tradición de un ser sobrenatural y maligno. El creyente tradicionalista, dando lugar a la doctrina bíblica del satanismo aquí expresada, está inclinado a unir la palabra “diablo” con la idea de que aquí, de cualquier manera, su querida teoría está a salvo; que bajo el amplio refugio de este término teológico mundialmente renombrado, la personalidad de este archirebelde del universo está a salvo de las flechas de la crítica. Podemos deshacernos rápidamente de esta ilusión señalando el hecho de que “diablo” en muchos instancias es intercambiable o se usa paralelamente con “Satanás”; por consiguiente ambos se mantienen o se caen. Pero como esto, aunque lógico, puede no ser completamente convincente para las personas a las cuales intenta llegar este estudio, investigaremos esta parte del tema por separado y por sus propios méritos.
En primer lugar, con respecto a la palabra “diablo,” observemos el comentario de Cruden:
“Esta palabra viene del griego diabolos, que significa un calumniador o acusador.”
Parkhurst dice:
“La palabra original diabolos viene de diabebola, la media voz del tiempo pasado de diaballo, que se compone de dia, a través; y ballo, lanzar; significando, por consiguiente, traspasar, atravesar (con un dardo u otra arma blanca). De aquí que en sentido figurado significa dañar o herir con una acusación o reporte falso.”
Parkhurst define diabolos como un sustantivo que significa “acusador, calumniador,” y lo ilustra con 1 Timoteo 3:11 y 2 Timoteo 3:3, donde el lector puede darse cuenta por medio de un examen de los pasajes, que se está aplicando a seres humanos.
De esto puede percibirse que la palabra “diablo,” entendida correctamente, es un término general y no un nombre propio. Se trata de una palabra que puede ser utilizada en cualquier caso en que se produce una calumnia, acusación o falso testimonio. De la misma manera que Jesús llamó a Pedro “Satanás,” también llamó “diablo” a Judas: “¿No os he escogido yo a vosotros los doce, y uno de vosotros es diablo?” (Juan 6:70). Judas resultó ser mentiroso, traidor, calumniador y, por consiguiente, diablo. Pablo, en 1 Timoteo 3:11 pide a las esposas de los diáconos no ser diablas. Su exhortación, sin embargo, no aparece en esta forma en nuestra versión castellana de la Biblia. La traducción dice: “Las mujeres asimismo sean honestas, no calumniadoras [diabolous].” Esta es una forma plural de la palabra comúnmente traducida diablo, la cual debería ser traducida uniformemente dondequiera que se encuentre. Ya sea “diablos” o “diablo,” en todo caso se refiere a un calumniador. La misma observación se aplica a 2 Timoteo 3:2,3: “Porque habrá hombres amadores de sí mismos…sin afecto natural, implacables, calumniadores [diaboloi]”; También a Tito 2:3: “Las ancianas asimismo sean reverentes en su porte; no calumniadoras [diabolous].”
Jesús aplica el término diablo a las autoridades perseguidoras del estado romano. Dice en su carta, por medio de Juan, a la iglesia de Esmirna: “He aquí el diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel” (Apocalipsis 2:10). Las autoridades paganas eran los acusadores y cazadores de los primeros cristianos, en un intento por destruir la secta en su totalidad. En el mismo libro, el poder del mundo, organizado políticamente sobre la base del pecado (introducido bajo el símbolo de un dragón con siete cabezas y diez cuernos), es llamado “la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás.” En estas situaciones, el entendimiento popular de la palabra “diablo” está excluido totalmente, ilustrando su uso y significado como término general.
Sin embargo, hay un amplio uso del término en el Nuevo Testamento que, mientras superficialmente favorece el punto de vista popular, es aún más directamente destructivo para tal criterio que los casos arriba citados. Es el que personifica el gran principio que radica en el fondo de la ruptura entre Dios y el hombre, como fundamentalmente el acusador y lanzador de dardos, el calumniador de Dios y el destructor de la humanidad. En primer lugar, permitamos que esta personificación sea demostrada. La evidencia de ella comienza poderosamente en Hebreos 2:14, donde leemos:
“Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él [Jesús] también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo.”
Si el diablo al que aquí se refiere fuera el diablo popular, o un diablo sobrenatural de cualquier clase, encontraríamos varias contradicciones absurdas en este pasaje.
En primer lugar, cubrirse con la debilidad de la carne y la sangre sería una extraña forma de prepararse para pelear contra un poderoso diablo, quien, según imaginaríamos, sería combatido con mayor éxito utilizando la armadura del poder angélico, que Pablo expresamente dice que Jesús no poseía: “Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús…” (Hebreos 2:9).
En segundo lugar, es más extraño todavía que para destruir al diablo Jesús haya tenido que someterse a la muerte. Uno pensaría que para vencer y destruir a un monstruo maligno, serían necesarios una vida inextinguible y un poder invencible. Indudablemente así habría sido, si el diablo de la Biblia fuera tal monstruo espiritual.
En tercer lugar, ahora el diablo debería estar muerto o destruido, puesto que Jesús murió hace más de diecinueve siglos con el propósito de destruirlo. Entonces, ¿cómo sucede que el diablo es representado por los clérigos como vivo y más ocupado que nunca en el trabajo de cazar almas con sus trampas y redes y exportarlas hasta sus siniestros dominios?
En cuarto lugar, ¡qué extraordinaria proposición la de que el diablo popular tiene el “poder de la muerte”! Solamente podría aceptarse esto en el supuesto de que el diablo actuara como el policía de Dios: pero esto no cuadra con el punto de vista miltónico y popular de que Dios y el diablo son enemigos implacables, deleitándose el último en contrariar al primero hasta el extremo de su poder. ¿Quién hizo mortal a Adán? ¿Quien castiga la infracción de la ley divina? Es El que dice: “Yo hago morir y yo hago vivir” (Deuteronomio 32:39). Dios, y no el diablo, es quien reina. Dios mismo retribuye y hace cumplir su propia ley; no un arcángel hostil que se presume está en eterna enemistad con El.
Juan dice: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8). ¿Logrará Jesús el propósito de su manifestación? Si es así (¿quién podrá negarlo?), ¿no logrará él la destrucción de todo lo que hace el diablo de la Biblia? ¿No destruirá todo su trabajo? En tal caso, se deduce que si el diablo de la Biblia fuera un diablo espiritual con un llameante infierno lleno de almas malditas, entonces Cristo habría eliminado su infierno, liberado sus torcidos cautivos y abolido al mismo diablo. Si el diablo bíblico fuera el diablo popular y los seres humanos fueran almas inmortales, entonces indudablemente todos los seres humanos se salvarían; porque Cristo vino para destruir al diablo y a todas sus obras. Pero no existe un diablo sobrenatural y no hay almas inmortales. El diablo que Cristo vino a destruir es el pecado. Si alguien duda de esto, reconsidere las palabras de Pablo, anteriormente citadas. ¿Qué logró Cristo en su muerte? Que los siguientes testimonios contesten:
“Se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado.” (Hebreos 9:26)
“Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras.” (1 Corintios 15:3)
“El herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados.” (Isaías 53:5)
“Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero.” (1 Pedro 2:24)
“El apareció para quitar nuestros pecados.” (1 Juan 3:5)
Cristo, por medio de su muerte, quitó “el pecado del mundo” (Juan 1:29). En este sentido, destruyó el diablo de la Biblia. Ciertamente no destruyó al diablo popular en su muerte, pues se supone que tal diablo aún está en libertad. Pero en su propia persona como representante de la humanidad, Jesús extinguió el poder del pecado entregándose hasta las últimas consecuencias, escapando entonces por medio de la resurrección, por el poder de su propia santidad, para vivir eternamente. “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó el pecado en la carne” (Romanos 8:3). Entonces, el pecado en la carne es el diablo destruido por Jesús en su muerte. Este es el diablo que tiene el poder de la muerte; porque el pecado y sólo el pecado es el que causa la muerte a los hombres. ¿Duda de esto alguien? Entonces que lea los siguientes testimonios:
“El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte.” (Romanos 5:12)
“La muerte entró por un hombre.” (1 Corintios 15:21)
“La paga del pecado es muerte.” (Romanos 6:23)
“El pecado reinó para muerte.” (Romanos 5:21)
“El pecado…da a luz la muerte.” (Santiago 1:15)
“El aguijón de la muerte es el pecado.” (1 Corintios 15:56)
Teniendo en mente el hecho de que la muerte fue decretada divinamente en el jardín de Edén, a causa de la transgresión de Adán, se vuelve fácil entender el lenguaje que reconoce y personifica al pecado como el poder de la muerte. Las anteriores declaraciones expresan la verdad literal en forma metonímica. En realidad, la muerte, como consecuencia del pecado, es causada, producida e infligida por Dios; mas como el pecado o transgresión es el hecho o principio que mueve a Dios a infligirlo, el pecado es, entonces, apropiadamente considerado como la primera causa en el asunto. Esto es comprensible para el más pequeño intelecto: pero ¿qué tiene que ver un diablo sobrenatural con esto? Está excluido. No hay lugar para él.
Si se le hiciera entrar en el arreglo, el resultado sería cambiar la situación moral, alterar el esquema de salvación, y producir confusión. Porque si el poder de la muerte residiera en un poder personal, separado e independiente del hombre y no en la pecaminosidad misma del hombre, entonces las operaciones de Cristo serían transferidas de la arena del conflicto moral al de la lucha física, y el esquema total de la divina interposición por su medio, sería degradada al nivel de las mitologías paganas en las cuales los dioses, buenos y malos, son mostrados en una lucha física y asesina para lograr sus varias finalidades. De este modo, Dios sería bajado de su posición suprema y colocado en el mismo plano con las fuerzas de su propia creación.
Pero el objetante puede decir: Cierto, el pecado es la causa de la muerte; pero ¿quién provoca el pecado? ¿No es aquí donde el diablo de la creencia popular tiene su trabajo? Nada puede estar más directamente enfrentado con una respuesta bíblica: “Cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado, y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1:14,15). Esto concuerda con la experiencia del hombre mismo: el pecado tiene su origen en inclinaciones naturales incontroladas del corazón humano. En su conjunto, estas inclinaciones son llamadas por Pablo “otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente.” Cada hombre es consciente de la existencia de esta ley, cuyos impulsos, incontrolados, lo llevarían más allá de las restricciones de la sabiduría divina. El mundo obedece esta ley, y “está bajo el maligno.” No tiene experiencia con la otra ley, la cual es implantada por la palabra de verdad. “Todo lo que hay en el mundo” es definido por Juan como “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16).
Una nueva ley es introducida cuando un hombre viene a la luz de la verdad y llega de este modo a darse cuenta de la voluntad de Dios en lo que se refiere al estado de su mente y la naturaleza de sus acciones. Esto es denominado “el Espíritu,” porque las ideas sobre las que se basa han sido reveladas por el Espíritu, por medio de hombres inspirados. “Las palabras que yo os he hablado,” dice Jesús, “son espíritu y son vida” (Juan 6:63). De aquí que la lucha que se establece en la mente de un hombre por la introducción de la verdad es una lucha entre dos principios: los deseos de la carne y los mandamientos del Espíritu. Esto es descrito por Pablo en las siguientes palabras: “El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre si” (Gálatas 5:17). También dice: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (versículo 16). En otro lugar dice: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias” (Romanos 6:12). Estos principios son traídos a nuestra atención en los siguientes extractos de su carta a la congregación de los romanos:
“Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él…Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.” (Romanos 8:5-9,12-14)
En vista de estas declaraciones de la Escritura, la sugerencia de que el trabajo del diablo es inducir pecado, no tiene lugar. Es ociosa, falsa y malévola. Hace que un hombre se descuide y piense que estará bien si el diablo lo deja solo. No hay más diablo que las propias inclinaciones del hombre, las cuales tienden a actividades ilegítimas. Estas son el origen del pecado, y el pecado es la causa de la muerte. Juntos constituyen el diablo. “El que practica el pecado es del diablo” (1 Juan 3:8).
El Diablo es la Personificación del Pecado
Pero puede que alguno se pregunte por qué un asunto tan simple es oscurecido por medio de la personificación. No puede darse otra explicación que el hecho de que es una de las peculiaridades de la Biblia utilizar imágenes cuando los principios involucrados son demasiado sutiles para una fácil expresión literal. El mundo, el cual es tan sólo una asociación de personas, es personificado: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo” (Juan 15:19).
Las riquezas son personificadas:
“Ninguno puede servir a dos señores…No podéis servir a Dios y a las riquezas.” (Mateo 6:24)
El pecado es personificado:
“Todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado.” (Juan 8:34)
“El pecado reinó para muerte.” (Romanos 5:21)
“¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?…Y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia.” (Romanos 6:16,18)
El Espíritu es personificado:
“Cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta.” (Juan 16:13)
La sabiduría es personificada:
“Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría, y que obtiene la inteligencia…Mas preciosa es que las piedras preciosas; y todo lo que puedes desear, no se puede comparar a ella. Largura de días está en su mano derecha; en su izquierda, riquezas y honra.” (Proverbios 3: 13,15,16)
“La sabiduría edificó su casa, labró sus siete columnas.” (Proverbios 9:1)
La nación de Israel es personificada:
“Aún te edificaré, y serás edificada, oh virgen de Israel; todavía serás adornada con tus panderos.” (Jeremías 31:4)
“Escuchando, he oído a Efraín que se lamentaba: Me azotaste, y fui castigado como novillo indómito; conviérteme, y seré convertido, porque tú eres Jehová mi Dios.” (Jeremías 31:18)
El pueblo de Cristo es personificado:
“Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto.” (Efesios 4:13)
“Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo.” (1 Corintios 12:27)
“Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador.” (Efesios 5:23)
“Y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia…Cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia.” (Colosenses 1:18,24)
“Os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo.” (2 Corintios 11:2)
“Han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado.” (Apocalipsis 19:7)
La natural inclinación al mal que un hombre abandona al llegar a ser de Cristo, así como su nueva condición mental desarrollada en la verdad, son personificadas:
“Habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos.” (Colosenses 3:9)
“En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos…y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad.” (Efesios 4:22,24)
“Nuestro viejo hombre fue crucificado.” (Romanos 6:6)
El espíritu de desobediencia que mora en el mundo es personificado:
“En los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos.” Efesios 2:2,3)
“Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir.” (Juan 12:31-33)
Estos ejemplos de personificación constituyen una respuesta a la pregunta por qué el pecado en forma abstracta debía ser personificado. Demuestran, primero, que muchos principios y cosas efectivamente son personificados en la Biblia; y segundo, que esto es de gran provecho. El poner una cubierta metafórica a las abstracciones les da una realidad en el discurso, de la cual carecen si se presentan en su lenguaje preciso y literal. Hay cierta vitalidad en tal estilo de expresión, el cual falta en expresiones que se apegan estrictamente a los hechos y a las convenciones gramaticales. Esta vitalidad y expresividad es una característica de toda la Biblia, y pertenece al estilo de los idiomas orientales en general. Por supuesto que está sujeto al abuso, como cualquier otro bien; pero su efectividad es indiscutible. El tema que estamos analizando ilustra este hecho. El pecado es el gran calumniador de Dios al negar Su supremacía, sabiduría y bondad, y es el gran motivo de acusación contra el hombre aun hasta la muerte. Es muy apropiado, entonces, llamarlo el acusador, el calumniador, el mentiroso. Esto se hace en la palabra diablo; pero cuando la palabra no es traducida, sino solamente castellanizada, el lector, educado con los prejuicios teológicos tradicionales, es incapaz de comprender esto.
Hay un aspecto histórico en la cuestión, que generalmente tiende a volver el asunto difícil de entender. Nos referimos a los incidentes relacionados con la introducción del pecado en el mundo, en la contemplación del cual veremos una peculiar idoneidad en la personificación del pecado en la palabra diablo. El pecado de Adán no fue espontáneo: fue sugerido por su esposa. Aun de parte de ésta, la desobediencia no fue autosugerida. Ella actuó por instigación de una tercera parte. ¿Quién fue? La respuesta es, en las palabras del relato bíblico: “La serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho” (Génesis 3:1). La serpiente natural, más observadora que otros animales, y dotada en aquel tiempo con el poder de expresar sus pensamientos, razonó sobre la prohibición que Dios había puesto sobre el árbol que estaba en medio del huerto. Concluyendo, de todo lo que vio y oyó, que la muerte no sería el resultado de comer el fruto, dijo: “No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:4,5).
De este modo la serpiente se volvió difamadora y calumniadora de Dios, al afirmar que lo que Dios había dicho no era verdad. Así se volvió un diablo, y no solamente un diablo, sino el diablo, puesto que ella originó la calumnia por la cual, creyéndola, nuestros primeros padres desobedecieron el mandamiento divino e introdujeron el pecado y la muerte en el mundo. Por consiguiente, ella fue el símbolo natural de todo lo que resultó de su mentira. “La serpiente antigua, que es el diablo y Satanás” es la descripción simbólica del mundo en su totalidad política en el tiempo cuando Cristo lo convierta en “los reinos de nuestro Dios y de su Cristo” (Apocalipsis 20:2; 11:15). Siendo la serpiente la originadora de la mentira que condujo a la desobediencia, puede decirse que los frutos de tal desobediencia son “sus obras.”
La serpiente misma del relato hace mucho que murió, en el curso de la naturaleza; pero los frutos de su obra permanecen, y el principio de la desobediencia permanece vivo. La idea introducida por ella en la mente de nuestros primeros padres ha germinado en la producción de generaciones de serpientes humanas. La humanidad ha venido a ser la encarnación de la idea de la serpiente, puesto que los humanos son todos calumniadores de Dios al no creer sus promesas ni obedecer sus mandamientos. De aquí que Jesús podía decir de los fariseos: ¡Serpientes… ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?” (Mateo 23:33); también: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. El ha sido homicida desde el principio [porque trajo la muerte sobre la humanidad incitando a Adán y Eva a la desobediencia], y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira” (Juan 8:44). Todos los que están en el primer Adán son “hijos del diablo,” porque descienden de una paternidad contaminada por la serpiente diablo. Su mortalidad es la evidencia de esto, cualesquiera que sean sus cualidades morales, puesto que la mortalidad es el fruto de la vanidad de la serpiente operando en Adán para desobediencia. Pero aquellos que bajo la fe en las promesas de Dios, son introducidos en el “segundo Adán” (quien en su muerte destruyó las cadenas del diablo al eliminar el pecado) son libertados de la familia del diablo y vienen a ser hijos de Dios.
Los hijos son como los padres; semejante produce semejante; los “hijos del diablo” tienen que ser diablos; de aquí que el mundo de la naturaleza humana en su totalidad es considerado como diablo, porque es la encarnación del principio diabólico. Aquel principio se originó en un agente real; por tal razón el principio retiene la personalidad del originador en el discurso común por razón de conveniencia. Así por un proceso verdaderamente natural, el principio abstracto que reside en el fondo de la miseria y mortalidad humana se vuelve una personificación. Por esto, que Jesús destruya al diablo y a sus obras significa que quita el pecado del mundo, lo que resultará finalmente en la abolición de la naturaleza humana heredada de Adán y la absorción de la muerte en victoria. Será la supresión del actual orden prevaleciente de cosas y el establecimiento de uno nuevo en el cual la justicia y la paz reinarán triunfantes, y el conocimiento de Dios cubrirá la tierra como las aguas cubren el mar.
La Tentación de Jesús
La tentación de Jesús es frecuentemente citada en oposición a estas conclusiones. Se supone que ésta revela definitivamente la personalidad real y el poder del diablo de la Biblia. La principal característica señalada en la narración es el hecho de que el tentador es llamado “diablo.” Sin embargo, esto no prueba nada. Si Judas pudo ser un diablo aunque era hombre (Juan 6:70), ¿por qué no podía ser el tentador de Jesús un hombre? El hecho de que se le llama diablo no significa nada. Pero, ¿qué hay de llevar a Jesús hasta el pináculo del templo? ¿No es necesario algo más que poder humano para llevar un hombre por el aire hasta la cumbre de una torre? Si esto fuera lo que literalmente sucedió, sería, sin duda, algo difícil de explicar; pero no fue así. El pináculo del templo, tal como nos informa Josefo, era un atrio o paseo elevado, el cual por un lado dominaba el fondo del valle de Josafat hasta una profundidad de 70 metros y ofrecía la posibilidad de auto-destrucción que el tentador le pidió a Jesús que caprichosamente desafiara, a base de una promesa de protección divina de las inevitables consecuencias. A este atrio, sin duda, subió el tentador con Jesús, haciéndole la vana propuesta sugerida por las circunstancias. El objetante señalará entonces el viaje de Cristo a “un monte muy alto,” desde el cual el diablo “le mostró en un momento todos los reinos de la tierra.” Es obvio que esto debe ser tomado en un sentido limitado; porque el hecho de ascender a un monte para ver todo lo que tenía que ser presenciado, muestra que el campo de visión estaba en proporción con la altitud. El territorio visto sería Judea y sus provincias vecinas. La oferta de poder estaría relacionado con éstas. Si se va a sostener que a Cristo le fueron mostrados de manera absoluta y milagrosa “todos los reinos del mundo,” ¿por qué el tentador habría tenido que ascender a una elevación para mostrárselos? Esto no habría servido de ayuda para ver todos los reinos de la tierra. Si hubiera habido algo sobrenatural de por medio, de ningún modo habría sido necesario ascender a una colina.
Pero ¿quién era el diablo que de este modo se preocupaba en apartar a Jesús del camino de la obediencia? La respuesta es que es imposible decir con seguridad quién era. Como en el caso del Satanás de Job, solamente podemos afirmar lo que seguramente no era. Varias posibilidades son sugeridas por las circunstancias de la tentación de acuerdo a la manera en que son contempladas.
Ya sean falsas o verdaderas estas sugerencias, la tentación no proporciona verdadero respaldo a la teoría popular que se trata de probar. En realidad, no hay verdadero respaldo para tal teoría en ninguna parte de la Biblia. El respaldo es solamente aparente. Es tan sólo una apariencia, cuya principal fuerza reside en el hecho de la existencia de una teoría sobre un espíritu llamado diablo, de origen pagano y enseñada a la gente desde los días de su infancia. Las palabras de la Biblia y las teorías paganas han sido unidas a la fuerza. Considerado superficialmente, el resultado es sorprendente e impresionante y tiende a sugerir la existencia de un diablo real. Sin embargo, es tan sólo una trampa y un engaño de la más malvada calidad.
Los Demonios
No sería sabio finalizar el tema sin decir unas pocas palabras sobre los “demonios,” en los cuales el lector posiblemente ve alguna evidencia furtiva de un diablo sobrenatural. En lo que al Antiguo Testamento se refiere, la palabra es encontrada sólo cuatro veces, en Levítico 17:7, Deuteronomio 32:17, 2 Crónicas 11:15 y Salmos 106:37. El lector solamente tendrá que leer estos pasajes para ver que, hasta donde concierne al Antiguo Testamento, la palabra demonio en el uso bíblico, se aplica en forma diferente al punto de vista popular. Por ejemplo:
“Sacrificaron a los demonios, y no a Dios; a dioses que no habían conocido, a nuevos dioses venidos de cerca, que no habían temido vuestros padres.” (Deuteronomio 32:17)
Aquí los demonios a los que sacrificaba Israel eran ídolos paganos. Esto se comprende mejor en Salmos 106:35-38:
“Se mezclaron con las naciones, y aprendieron sus obras, y sirvieron a sus ídolos, los cuales fueron causa de su ruina. Sacrificaron sus hijos y sus hijas a los demonios, y derramaron la sangre inocente, la sangre de sus hijos y de sus hijas, que ofrecieron en sacrificio a los ídolos de Canaán.”
Es innecesario decir que los ídolos de Canaán eran trozos inánimes de madera y piedra, y que por consiguiente, su designación como “demonios” demuestra que el uso de la palabra en el Antiguo Testamento no respalda la idea de que los demonios son seres personales, de naturaleza maligna, ayudando, encubriendo y sirviendo al gran diablo en sus obras de maldad y daño.
Pero es al Nuevo Testamento al que los creyentes tradicionalistas señalarán como la gran fortaleza de sus creencias. Allá iremos, pero lo encontraremos tan inadecuado como el Antiguo para respaldar el credo popular. En primer lugar, el uso que hace Pablo de la palabra en el mismo sentido que el Antiguo Testamento, sugiere que repudiaba el punto de vista pagano de que los demonios tenían una existencia real. El dice: “Lo que los gentiles sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios; y no quiero que vosotros os hagáis partícipes con los demonios. No podéis beber la copa del Señor y la copa de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios” (1 Corintios 10: 20,21). Aquí es manifiesto que “demonios” se aplica a los ídolos de la adoración pagana. Primero, porque los sacrificios de los gentiles eran ofrecidos en los santuarios de los falsos dioses de su propia superstición. Segundo, por las palabras anteriores de Pablo en el mismo capitulo: “¿Qué digo, pues? ¿Que el ídolo es algo, o que sea algo lo que se sacrifica a los ídolos?” (versículo 19). Esto es conclusivo. Pablo aplica la palabra “demonios” a los ídolos, de los cuales también dice: “Sabemos que un ídolo nada es en el mundo” (1 Corintios 8:4). Así, pues, la palabra “demonios,” tal como es usada por Pablo, no presta respaldo al punto de vista popular.
Daimon era el nombre que daban los griegos a los seres imaginarios que, según ellos, existían en el aire y actuaban como mediadores entre Dios y el hombre, para bien o mal. Estos seres imaginarios pertenecen a la mitología y no tienen lugar en el sistema de la verdad. Citamos las siguientes observaciones sobre el tema, del Léxico Griego de Parkhurst, como explicación del origen de la idea:
“DAIMONION, de daimon, una deidad, un dios, o más exactamente, un poder o supuesta inteligencia en los cielos o el aire. La palabra es generalmente usada en este sentido por la Septuaginta, que la usa en Isaías 65:11 para las fuerzas o poderes destructores de los cielos en truenos, rayos, tormentas, etc.; en Deuteronomio 32:17 y Salmos 106:37 para los poderes de los genios de la naturaleza. En lo que se refiere al demonio del mediodía, Salmos 91:6, podemos estar seguros de que los traductores de la Septuaginta no intentan señalar un demonio, sino una perniciosa ráfaga de aire (compárese Isaías 28:2 en la Biblia hebrea). Así que de este y de los anteriores pasajes citados, podemos saber con seguridad lo que daban a entender, cuando en su traducción de Salmos 96:5, dicen, “Todos los dioses de los gentiles son daimonia (es decir, no demonios, sino poderes de la inteligencia imaginaria de la naturaleza material). Las palabras de Platón en Sympos son muy expresivas: ‘Un demonio es un ser intermedio entre Dios y los mortales.’ Si Ud. le pregunta qué quiere dar a entender por ‘un ser intermedio,’ él mismo le dirá: ‘Ningún hombre puede tener acceso directo a Dios, sino que todas las relaciones entre dioses y hombres se desarrollan por medio de los demonios.’ ¿Desea usted conocer los pormenores? Los demonios llevan las súplicas y oraciones de los hombres a los dioses, y también llevan los mandatos y recompensas de devoción de los dioses a los hombres. Además de esos demonios originales, mediadores materiales o la inteligencia que reside en ellos, a quienes Apuleo llama una clase superior de demonios, quienes siempre estaban libres de las molestias del cuerpo, orden del cual Platón supone se nombraban guardianes de los hombres, además de estos, digo, los paganos reconocen otra clase de demonios a la que llaman ‘las almas de los hombres, deificadas o canonizadas después de la muerte.’ Así Hesíodo, uno de los más antiguos escritores paganos, describiendo la feliz raza de hombres que vivieron en la primera edad de oro del mundo, dice que ‘después de la muerte esta generación fue ascendida, por la voluntad del dios Júpiter, para ser demonios, guardianes de hombres mortales y observadores de sus obras buenas y malas, vestidos de aire, siempre caminando alrededor de la tierra, dadores de riquezas; y éste es el real honor de que gozan.’ Platón concuerda con Hesíodo, diciendo que ‘él y muchos otros poetas hablan excelentemente al afirmar que cuando los buenos hombres mueren, alcanzan gran honor y dignidad, y se convierten en demonios.’ El mismo Platón sostiene en otro lugar que ‘todos los que murieron en guerra valientemente, pertenecen a la generación dorada de Hesíodo, y son hechos demonios, y debemos servir y adorar por siempre sus sepulcros como sepulcros de demonios. Lo mismo también decretamos,’ dice Platón, ‘siempre que mueren aquellos que fueron excelentemente buenos en vida, ya sea que mueren de vejez o de alguna otra manera.’ Según Plutarco, Tomo I, página 958, Edición Xylander, existía una opinión muy antigua de que había ciertos demonios malignos y malvados que envidiaban a los hombres buenos y procuraban perturbarlos y estorbarlos en su búsqueda de la virtud, para que no permanecieran firmes en la bondad e incorruptos, y obtuvieran, después de muertos, mejor suerte que la que gozaban los mismos demonios.”
En vista del origen pagano de esta “doctrina de demonios,” uno naturalmente se extraña de que la idea de los demonios aparezca tan extensamente entretejida con los relatos del evangelio, recibiendo aparente sanción tanto de Cristo como de sus discípulos. Esto sólo puede ser explicado según un principio: la teoría griega de que la locura, los desórdenes epilépticos y las obstrucciones de los sentidos (como distintos de las enfermedades ordinarias), se debían a posesiones demoníacas, había existido muchos siglos antes del tiempo de Cristo y había circulado por todo el mundo con el idioma griego, el cual en aquellos días se había vuelto universal. Esta idea necesariamente se imprimió en el lenguaje común de la época, proporcionando una nomenclatura para cierta clase de desórdenes que se volvió corriente y convencional y usada inconscientemente por todas las clases sociales, sin que necesariamente creyeran la doctrina pagana de demonios. Visto superficialmente, el uso de este lenguaje parecería implicar tal creencia; pero en realidad sólo era usado por la fuerza de la costumbre universal, sin ninguna referencia a la superstición que la originó. Tenemos una ilustración de esto en nuestra palabra “lunático,” que se originó en la idea de que la locura era el resultado de la influencia de la luna, pero que actualmente nadie usa para expresar tal idea. El mismo principio se presenta en las palabras “hechizar,” “duende,” “dragón,” “rey de la maldad,” “baile de San Vito,” etc., todas las cuales son usadas libremente sin que la persona que las usa pueda ser acusada de creer las ficciones que originalmente representaban.
El hecho de que Cristo haya usado este lenguaje popular no significa que creía los engaños populares. En cierto caso él aparentemente reconoce al dios de los filisteos, cuando fue acusado de echar fuera demonios por el poder de Beelzebú: “Decís que por Beelzebú echo yo fuera los demonios. Pues si yo echo fuera los demonios por Beelzebú, ¿vuestros hijos por quién los echan?” (Lucas 11:18,19). Beelzebú significa dios de las moscas, un dios adorado por los filisteos de Ecrón (1 Reyes 1:6), y Cristo, usando el nombre, no se preocupa del hecho de que Beelzebú era una ficción pagana; más bien parece asumir, para ilustrar su argumento, que Beelzebú era una realidad. Sólo estaba conformándose al lenguaje de sus oponentes. Pero esto con mucha más razón podría ser tomado como una prueba de su creencia en Beelzebú, si se considera que su acomodación al lenguaje popular sobre los demonios sanciona la existencia de los demonios de la creencia popular.
La expulsión de demonios de que se habla en el Nuevo Testamento no fue ni más ni menos que la curación de ataques de epilepsia y desórdenes mentales, como distintos de las enfermedades corporales. Cualquiera puede convencerse de esto leyendo con atención la narración y considerando de cerca los síntomas, tal como se describen:
“Señor, ten misericordia de mi hijo, que es lunático, y padece muchísimo; porque muchas veces cae en el fuego, y muchas en el agua. Y lo he traído a tus discípulos, pero no le han podido sanar…Y reprendió Jesús al demonio, el cual salió del muchacho.” (Mateo 17:15-18)
De aquí se deduce que la supuesta posesión demoníaca era simplemente demencia o epilepsia. La eliminación de la influencia maléfica que trastornaba las facultades del muchacho se describe como la expulsión de un demonio.
“Entonces fue traído a él un endemoniado, ciego y mudo; y le sanó, de tal manera que el ciego y mudo veía y hablaba.” (Mateo 12:22)
“Y respondiendo uno de la multitud, dijo: Maestro, traje a ti mi hijo, que tiene un espíritu mudo.” (Marcos 9:17)
No existe ningún caso de posesión demoníaca mencionado en el Nuevo Testamento que no tenga paralelo en cientos de situaciones de la experiencia médica del tiempo presente. Los síntomas son precisamente idénticos (lágrimas, espumarajos de la boca, gritos, fuerza anormal, etc.). Actualmente no hay exclamaciones acerca del Mesías, porque no hay excitación popular sobre su venida que pueda reflejarse en los enfermos mentales en forma aberrante, como la hubo en los días de Jesús, cuando toda la comunidad judía estaba impregnada de una intensa expectación del Mesías, y agitada por las maravillosas obras de Cristo.
La transferencia de los demonios a los cerdos es solamente un caso en el que Cristo vindicó la ley, la cual prohibía la crianza de cerdos, actuando bajo la sugerencia del lunático de transferir la influencia aberrante a los cerdos, causando la destrucción de éstos. La afirmación de que los demonios pidieron o gritaron esto o aquello, debe ser interpretada a la luz del hecho evidente de que fue la persona poseída quien habló y no el abstracto trastorno. Las insanas afirmaciones se debían a la influencia enloquecedora, y por consiguiente, es una forma permisiva de lenguaje decir que la locura (llamada en la frase popular de estos tiempos, demonio o demonios) les hablaba. Pero al juzgar la teoría de la posesión, debemos distinguir cuidadosamente entre las auténticas declaraciones de la verdad, y las formas rudas populares del lenguaje que solamente envuelven un aspecto, y no la esencia de la verdad.
No es necesario decir más sobre el asunto: se ha dicho lo suficiente para demostrar la equivocada e infundada naturaleza del punto de vista popular y proporcionar una clave para la explicación de todos los textos bíblicos que parecen favorecer estas ideas. Este resultado, si se ha logrado con éxito, bastará para el presente ensayo. La doctrina de un diablo real, o de demonios, es una corrupción espiritual. Es en sí misma un espíritu maligno del cual el hombre debe deshacerse antes de que pueda estar mentalmente “vestido y en su juicio cabal” (Marcos 5:15). Oculta las brillantes características de toda la verdad divina, de la mirada de todos los que le están sujetos. Es compañera de la inmortalidad del alma, a la cual, con otras fábulas de invención pagana, los hombres se han vuelto de acuerdo a la predicción de Pablo (2 Timoteo 4:3,4); y aceptándolas han rechazado necesariamente la verdad proclamada por todos los siervos de Dios, desde Enoc hasta Pablo.
~ Robert Roberts
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